MEDICINA - Volumen 61 - Nº 3, 2001
MEDICINA (Buenos Aires) 2001; 61: 329-333

       
     

       
   
Serendipity en medicina clínica

Héctor O. Alonso
1ª Cátedra de Medicina Interna, Facultad de Ciencias Médicas, Universidad Nacional de Rosario

Oscuros son los caminos del conocimiento. Preferimos, todavía más, profesamos, mantener que la razón y sólo la razón pueden conducirnos a esa forma económica de la sabiduría. Después de todo, reconocemos que la sabiduría está más allá de nuestras habituales potencialidades y podemos resignar su presencia, pero el conocimiento, qua seres humanos, es una obligación que nos exigimos. Y afirmamos el imperio de la racionalidad para arribar a él, así como el esfuerzo por momentos supremo que nos impone y a la vez nos enorgullece; porque el imperio de la razón tiene sus costos. Pero ¿existirán, siquiera por excepción, otros caminos? Los médicos clínicos suelen torturarse con sus afanes diagnósticos. Dado que el diagnóstico entraña una forma particular de conocimiento, pudiera interesarles la siguiente historia.
El consultor se sentía incómodo. El caso para el que había sido llamado era complejo y sin soluciones diagnósticas a la vista. Comenzaba a advertir que su rol de consejero, de gran simplificador y de heroico recurso final estaba lejos de concretarse. Nada podía resultarle más enojoso que sentirse incapaz de aportar algo útil para la solución del problema clínico de un paciente. Además, el caso estaba exquisita, casi excesivamente estudiado. Así, tampoco podía aportar sugerencias metodológicas, la última prueba de laboratorio o la radiología ultramoderna que iluminarían la oscuridad diagnóstica con una luz decisiva. Su sentimiento principal era de vergüenza: estaba por defraudar las expectativas depositadas en su sapiencia, y también se iba a defraudar a sí mismo.
Se trataba de un caso de fiebre de origen desconocido en una joven de 25 años. Una escleritis tratada con corticoides dos meses antes era el único dato de significación. Por lo demás, sólo podía decirse que esta enferma estaba realmente enferma, para desesperación de todos, y ahora también del consultor.
De pronto, en medio de un diálogo con sus médicos en el que las posibles pistas desembocaban siempre en oscuros callejones sin salida, alguien mencionó sin mayor entusiasmo un antecedente en apariencia irrelevante. Dos años atrás la enferma había sufrido una operación en la nariz, indicada por una fractura en los huesos propios, a su vez diagnosticada luego de un proceso inflamatorio que se interpretó como postraumático.
En la mente a la vez atribulada y afiebrada del consultor apareció súbitamente, sin razón lógica que lo justificara, una carta publicada en The Lancet que le había resultado, en su momento, curiosa y entretenida1. El autor, un neurólogo italiano, narraba un episodio profesional que iba más allá de la anécdota. Había sido consultado por un paciente de 41 años debido a episodios reiterados de epiescleritis tratados por diversos oftalmólogos con corticoides. El corresponsal, tan molesto como el consultor de nuestra historia por su incapacidad por aportar algo de utilidad para el paciente, consultó una vieja edición del conocido texto de Harrison de Medicina Interna, la 12a. Buscó epiescleritis en el índice, y encontró tres referencias, una de las cuales era «policondritis recidivante», capítulo que leyó. Munido de sus nuevos conocimientos, reinterrogó al paciente y, en efecto, esta vez recogió antecedentes de varios episodios de inflamación de las orejas y de la nariz. La narración terminaba con un dato curioso, casi fascinante: el autor, con la satisfacción de haber solucionado un caso difícil, y deseoso de completar su curso acelerado de policondritis recidivante, consultó ya con el diagnóstico en la mano una edición posterior del libro de Harrison, la 13a, y descubrió que en el índice no figuraba la palabra epiescleritis, que había sido la clave de su descubrimiento. La carta terminaba señalando que, de haber consultado el autor no una vieja edición sino la última del texto en cuestión, el diagnóstico se hubiera escapado (incidentalmente, la 14a edición conserva la omisión).
Para el consultor, enfrentado ahora con su caso misterioso, esa carta casi intrascendente, en las últimas páginas de una revista médica distinguida, colmada de información de gran importancia, brillaba ahora en su mente con intensa luminosidad. Consecuentemente, la enferma fue vuelta a interrogar y entonces aportó un dato fundamental: una semana antes de la escleritis que aparentemente había dado comienzo a su cuadro, había experimentado dolor intenso en su nariz, semejante al de dos años atrás. El proceso diagnóstico había finalizado, merced a un episodio verdaderamente inesperado y sorprendente.
La magnífica palabra inglesa serendipity (para pronunciarla, acentúese la primer i), no figura en todos los diccionarios del idioma inglés y, de hecho, constituye un buen test para determinar la idoneidad del texto. Por cierto, no tiene en nuestro idioma una expresión equivalente que reproduzca su curioso significado. He aquí algunas definiciones, traducidas de los diccionarios originales:
«la facultad de hacer descubrimientos afortunados por accidente» (Collins)
«tendencia afortunada a encontrar cosas interesantes o valiosas por casualidad» (Cambridge on line)
«capacidad para hacer descubrimientos deseables por accidente» (Ramdom House)
Así, encontrar algo magnífico mientras se busca otra cosa, descubrir algo valioso por casualidad, realizar por azar un acto de sagacidad, esto es serendipity.
La historia de la palabra y de cómo fue acuñada no es menos interesante que la palabra misma. Su inventor (no cabe otro término) fue un personaje nada desdeñable, aunque menor, de la historia inglesa del siglo XVIII, Sir Horace Walpole. Este, entre otras cosas, bon vivant, se inspiró en una vieja fábula, «Los tres príncipes de Serendip», en la cual se cuentan las aventuras de estos tres nobles, dotados del envidiable don del descubrimiento accidental afortunado. Walpole describió en una carta de 1754 su creación, a la que llama con toda razón « a very expressive word», y el origen de la misma, la referida historia de los príncipes2. Serendip, incidentalmente, era el nombre árabe para Ceylan, luego Sri Lanka; y como bien señala Richard Boyle, se equivocan los insensatos que, en no pocos textos, atribuyen el cuento original al mismo Walpole3.
La historia de la humanidad presenta no pocos casos de serendipity, y la de la medicina abunda en ellos. El descubrimiento por Pablo Casals de las seis Suites para Violoncelo de Bach en una librería de viejo es una instancia conocida, que enriqueció a la humanidad inconmensurablemente con ese solo golpe de fortuna. La observación de Galvani sobre la «electricidad animal», informada por él mismo como una casualidad afortunada, o la de Fleming con el hongo que por azar invadió su cultivo de estafilococos, son ejemplos típicos.
Volviendo a nuestra historia, el atribulado consultor experimentó, nos parece, un momento de serendipity al tropezarse, literalmente, con un diagnóstico afortunado gracias a un recuerdo no provocado conscientemente. Si alguien prefiere introducir aquí una flagrante interpretación psicologista, y atribuir la curiosa circunstancia del recuerdo instantáneo a un fenómeno que nada tiene que ver con la casualidad sino con la represión, entonces puede aquí aplicarse otra palabra tan grandiosa como la que comentamos: epiphany. Para ésta sí existe un término en castellano, epifanía, que sólo toma uno de los significados posibles, el relacionado con la celebración, curiosamente, de los tres reyes magos y el nacimiento de Jesús (aquí también, como se ve, hay tres príncipes trashumantes). Pero en inglés un significado importante es el que suele atribuirse a James Joyce, el escritor irlandés, no por casualidad educado en un colegio jesuítico, y por lo tanto ducho en la simbología cristiana. Para Joyce epiphany es una revelación instantánea, una súbita manifestación iluminante, en la que el alma o la sustancia de una cosa se nos descubre con absoluta claridad; se trata no de un proceso racional, sino de una manifestación casi mágica4.
Posible como es la advertencia, fuerza es decir que los límites entre serendipity y epiphany parecen imprecisos, los que sin duda podrían ser investigados con beneficios por algún filósofo desocupado. Empero, siempre podría responderse que, de todos modos, la lectura casual de la carta que indujo de un modo tan particular el diagnóstico del consultor, fue sin duda un acto de serendipity. Y para terminar el análisis de la situación, pocos podrán negar que la consulta a un texto obsoleto, superado por ediciones posteriores, por parte del autor de la carta misma, consulta exitosa sólo por esa afortunada circunstancia, tiene un tenor absoluto de la más clásica y exquisita serendipity. Algo más sobre el serendipismo en relación a Bernardo Houssay, escrito por Rodolfo Pasqualini puede encontrarse en páginas anteriores de Medicina 5.
Utilísima como puede ser en medicina esta capacidad para los hallazgos afortunados que constituye la serendipity, y aceptado que debe ir acompañada de la sagacidad para interpretar y aprovechar los hechos que crea el azar, finalmente debe aceptarse que la práctica de la medicina clínica no puede basarse en la esperanza de un golpe de suerte bien explotado. Definitivamente habrá que volver a las viejas virtudes: observación sistemática para recoger adecuadamente los datos relevantes, análisis metódico de estos datos para establecer cuadros sindrómicos, aplicación de una lista de enfermedades en las que dicho cuadro encaje mejor, establecimiento de un diagnóstico presuntivo y uso racional de las pruebas complementarias para establecer un diagnóstico de certeza. No hay cortocircuitos para este proceso. La serendipity sólo por excepción producirá su efecto mágico; y las computadoras sólo podrán ser un complemento que facilite la información necesaria para el proceso antes descripto.
Oscuros son sin duda los caminos del conocimiento. Mientras que todos quisiéramos en nuestro yo más recóndito tener siquiera una fracción de los dones de Gastón, el alardeante primo del pato Donald que sabe que si da vuelta una piedra seguramente encontrará monedas de oro, y poder así obtener el invalorable tesoro del diagnóstico, sabemos que esto no sucederá sino por excepción. Aceptamos, no sin el placer y la ansiedad que produce el desafío intelectual, pero también moral, que entraña el diagnóstico médico, que es nuestra capacidad para el razonamiento lo que está en juego y depositamos nuestra fe en la razón como el verdadero camino del conocimiento. Aunque, es claro, no dejemos de preguntarnos qué clase de médico hubiera sido Gastón.


Dirección Elctrónica: Héctor O. Alonso.e-mail: alonso1@infovia.com.ar 

Bibliografía

1. Scoppetta C. Letters. Lancet 2000; 356: 1612.
2. Gomez Romero P. Serendipi... WHAT?. Science, Technology and Society. wwwgranavenida.com/supervivencia.
3. Boyle R. The Professor and the madman. The Sunday Times, London 16 July, 2000; www.lacnet.org/suntimes.
4. Webber E, Feinsilbert M. Merrian Webster Dictionary of Allusions. Springfield MA: Merrian Webster, 1999.
5. Pasqualini RQ. Houssay y el serendipismo. Medicina (Buenos Aires) 1981; 41: 827-30.