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Serendipity en medicina
clínica
Héctor O. Alonso
1ª Cátedra de Medicina Interna, Facultad de Ciencias Médicas,
Universidad Nacional de Rosario
Oscuros son los caminos del conocimiento. Preferimos, todavía
más, profesamos, mantener que la razón y sólo la razón pueden
conducirnos a esa forma económica de la sabiduría. Después de todo,
reconocemos que la sabiduría está más allá de nuestras habituales
potencialidades y podemos resignar su presencia, pero el conocimiento,
qua seres humanos, es una obligación que nos exigimos. Y afirmamos el
imperio de la racionalidad para arribar a él, así como el esfuerzo
por momentos supremo que nos impone y a la vez nos enorgullece; porque
el imperio de la razón tiene sus costos. Pero ¿existirán, siquiera
por excepción, otros caminos? Los médicos clínicos suelen
torturarse con sus afanes diagnósticos. Dado que el diagnóstico
entraña una forma particular de conocimiento, pudiera interesarles la
siguiente historia.
El consultor se sentía incómodo. El caso para el que había sido
llamado era complejo y sin soluciones diagnósticas a la vista.
Comenzaba a advertir que su rol de consejero, de gran simplificador y
de heroico recurso final estaba lejos de concretarse. Nada podía
resultarle más enojoso que sentirse incapaz de aportar algo útil
para la solución del problema clínico de un paciente. Además, el
caso estaba exquisita, casi excesivamente estudiado. Así, tampoco
podía aportar sugerencias metodológicas, la última prueba de
laboratorio o la radiología ultramoderna que iluminarían la
oscuridad diagnóstica con una luz decisiva. Su sentimiento principal
era de vergüenza: estaba por defraudar las expectativas depositadas
en su sapiencia, y también se iba a defraudar a sí mismo.
Se trataba de un caso de fiebre de origen desconocido en una joven de
25 años. Una escleritis tratada con corticoides dos meses antes era
el único dato de significación. Por lo demás, sólo podía decirse
que esta enferma estaba realmente enferma, para desesperación de
todos, y ahora también del consultor.
De pronto, en medio de un diálogo con sus médicos en el que las
posibles pistas desembocaban siempre en oscuros callejones sin salida,
alguien mencionó sin mayor entusiasmo un antecedente en apariencia
irrelevante. Dos años atrás la enferma había sufrido una operación
en la nariz, indicada por una fractura en los huesos propios, a su vez
diagnosticada luego de un proceso inflamatorio que se interpretó como
postraumático.
En la mente a la vez atribulada y afiebrada del consultor apareció
súbitamente, sin razón lógica que lo justificara, una carta
publicada en The Lancet que le había resultado, en su momento,
curiosa y entretenida1. El autor, un neurólogo italiano, narraba un
episodio profesional que iba más allá de la anécdota. Había sido
consultado por un paciente de 41 años debido a episodios reiterados
de epiescleritis tratados por diversos oftalmólogos con corticoides.
El corresponsal, tan molesto como el consultor de nuestra historia por
su incapacidad por aportar algo de utilidad para el paciente,
consultó una vieja edición del conocido texto de Harrison de
Medicina Interna, la 12a. Buscó epiescleritis en el índice, y
encontró tres referencias, una de las cuales era «policondritis
recidivante», capítulo que leyó. Munido de sus nuevos
conocimientos, reinterrogó al paciente y, en efecto, esta vez
recogió antecedentes de varios episodios de inflamación de las
orejas y de la nariz. La narración terminaba con un dato curioso,
casi fascinante: el autor, con la satisfacción de haber solucionado
un caso difícil, y deseoso de completar su curso acelerado de
policondritis recidivante, consultó ya con el diagnóstico en la mano
una edición posterior del libro de Harrison, la 13a, y descubrió que
en el índice no figuraba la palabra epiescleritis, que había sido la
clave de su descubrimiento. La carta terminaba señalando que, de
haber consultado el autor no una vieja edición sino la última del
texto en cuestión, el diagnóstico se hubiera escapado
(incidentalmente, la 14a edición conserva la omisión).
Para el consultor, enfrentado ahora con su caso misterioso, esa carta
casi intrascendente, en las últimas páginas de una revista médica
distinguida, colmada de información de gran importancia, brillaba
ahora en su mente con intensa luminosidad. Consecuentemente, la
enferma fue vuelta a interrogar y entonces aportó un dato
fundamental: una semana antes de la escleritis que aparentemente
había dado comienzo a su cuadro, había experimentado dolor intenso
en su nariz, semejante al de dos años atrás. El proceso diagnóstico
había finalizado, merced a un episodio verdaderamente inesperado y
sorprendente.
La magnífica palabra inglesa serendipity (para pronunciarla,
acentúese la primer i), no figura en todos los diccionarios del
idioma inglés y, de hecho, constituye un buen test para determinar la
idoneidad del texto. Por cierto, no tiene en nuestro idioma una
expresión equivalente que reproduzca su curioso significado. He aquí
algunas definiciones, traducidas de los diccionarios originales:
«la facultad de hacer descubrimientos afortunados por accidente»
(Collins)
«tendencia afortunada a encontrar cosas interesantes o valiosas por
casualidad» (Cambridge on line)
«capacidad para hacer descubrimientos deseables por accidente»
(Ramdom House)
Así, encontrar algo magnífico mientras se busca otra cosa, descubrir
algo valioso por casualidad, realizar por azar un acto de sagacidad,
esto es serendipity.
La historia de la palabra y de cómo fue acuñada no es menos
interesante que la palabra misma. Su inventor (no cabe otro término)
fue un personaje nada desdeñable, aunque menor, de la historia
inglesa del siglo XVIII, Sir Horace Walpole. Este, entre otras cosas,
bon vivant, se inspiró en una vieja fábula, «Los tres príncipes de
Serendip», en la cual se cuentan las aventuras de estos tres nobles,
dotados del envidiable don del descubrimiento accidental afortunado.
Walpole describió en una carta de 1754 su creación, a la que llama
con toda razón « a very expressive word», y el origen de la misma,
la referida historia de los príncipes2. Serendip, incidentalmente,
era el nombre árabe para Ceylan, luego Sri Lanka; y como bien señala
Richard Boyle, se equivocan los insensatos que, en no pocos textos,
atribuyen el cuento original al mismo Walpole3.
La historia de la humanidad presenta no pocos casos de serendipity, y
la de la medicina abunda en ellos. El descubrimiento por Pablo Casals
de las seis Suites para Violoncelo de Bach en una librería de viejo
es una instancia conocida, que enriqueció a la humanidad
inconmensurablemente con ese solo golpe de fortuna. La observación de
Galvani sobre la «electricidad animal», informada por él mismo como
una casualidad afortunada, o la de Fleming con el hongo que por azar
invadió su cultivo de estafilococos, son ejemplos típicos.
Volviendo a nuestra historia, el atribulado consultor experimentó,
nos parece, un momento de serendipity al tropezarse, literalmente, con
un diagnóstico afortunado gracias a un recuerdo no provocado
conscientemente. Si alguien prefiere introducir aquí una flagrante
interpretación psicologista, y atribuir la curiosa circunstancia del
recuerdo instantáneo a un fenómeno que nada tiene que ver con la
casualidad sino con la represión, entonces puede aquí aplicarse otra
palabra tan grandiosa como la que comentamos: epiphany. Para ésta sí
existe un término en castellano, epifanía, que sólo toma uno de los
significados posibles, el relacionado con la celebración,
curiosamente, de los tres reyes magos y el nacimiento de Jesús (aquí
también, como se ve, hay tres príncipes trashumantes). Pero en
inglés un significado importante es el que suele atribuirse a James
Joyce, el escritor irlandés, no por casualidad educado en un colegio
jesuítico, y por lo tanto ducho en la simbología cristiana. Para
Joyce epiphany es una revelación instantánea, una súbita
manifestación iluminante, en la que el alma o la sustancia de una
cosa se nos descubre con absoluta claridad; se trata no de un proceso
racional, sino de una manifestación casi mágica4.
Posible como es la advertencia, fuerza es decir que los límites entre
serendipity y epiphany parecen imprecisos, los que sin duda podrían
ser investigados con beneficios por algún filósofo desocupado.
Empero, siempre podría responderse que, de todos modos, la lectura
casual de la carta que indujo de un modo tan particular el
diagnóstico del consultor, fue sin duda un acto de serendipity. Y
para terminar el análisis de la situación, pocos podrán negar que
la consulta a un texto obsoleto, superado por ediciones posteriores,
por parte del autor de la carta misma, consulta exitosa sólo por esa
afortunada circunstancia, tiene un tenor absoluto de la más clásica
y exquisita serendipity. Algo más sobre el serendipismo en relación
a Bernardo Houssay, escrito por Rodolfo Pasqualini puede encontrarse
en páginas anteriores de Medicina 5.
Utilísima como puede ser en medicina esta capacidad para los
hallazgos afortunados que constituye la serendipity, y aceptado que
debe ir acompañada de la sagacidad para interpretar y aprovechar los
hechos que crea el azar, finalmente debe aceptarse que la práctica de
la medicina clínica no puede basarse en la esperanza de un golpe de
suerte bien explotado. Definitivamente habrá que volver a las viejas
virtudes: observación sistemática para recoger adecuadamente los
datos relevantes, análisis metódico de estos datos para establecer
cuadros sindrómicos, aplicación de una lista de enfermedades en las
que dicho cuadro encaje mejor, establecimiento de un diagnóstico
presuntivo y uso racional de las pruebas complementarias para
establecer un diagnóstico de certeza. No hay cortocircuitos para este
proceso. La serendipity sólo por excepción producirá su efecto
mágico; y las computadoras sólo podrán ser un complemento que
facilite la información necesaria para el proceso antes descripto.
Oscuros son sin duda los caminos del conocimiento. Mientras que todos
quisiéramos en nuestro yo más recóndito tener siquiera una
fracción de los dones de Gastón, el alardeante primo del pato Donald
que sabe que si da vuelta una piedra seguramente encontrará monedas
de oro, y poder así obtener el invalorable tesoro del diagnóstico,
sabemos que esto no sucederá sino por excepción. Aceptamos, no sin
el placer y la ansiedad que produce el desafío intelectual, pero
también moral, que entraña el diagnóstico médico, que es nuestra
capacidad para el razonamiento lo que está en juego y depositamos
nuestra fe en la razón como el verdadero camino del conocimiento.
Aunque, es claro, no dejemos de preguntarnos qué clase de médico
hubiera sido Gastón.
Dirección Elctrónica: Héctor O. Alonso.e-mail: alonso1@infovia.com.ar
Bibliografía
1. Scoppetta C. Letters. Lancet 2000; 356: 1612.
2. Gomez Romero P. Serendipi... WHAT?. Science, Technology and
Society. wwwgranavenida.com/supervivencia.
3. Boyle R. The Professor and the madman. The Sunday Times, London 16
July, 2000; www.lacnet.org/suntimes.
4. Webber E, Feinsilbert M. Merrian Webster Dictionary of Allusions.
Springfield MA: Merrian Webster, 1999.
5. Pasqualini RQ. Houssay y el serendipismo. Medicina (Buenos Aires)
1981; 41: 827-30.
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