MEDICINA - Volumen 58 - Nº 1, 1998
MEDICINA (Buenos Aires) 1998; 58:117-120

       
     

       
   


¿Tenía razón Sydenham?

Una nota sobre las Humanidades y la Medicina

Héctor O. Alonso

No, no estoy poniendo en dudas las incontrovertibles cualidades del médico inglés Thomas Sydenham (1624-1689), cuyo nombre ha quedado registrado en la historia de la medicina por muchas y excelentes razones. Todavía hoy hablamos de la corea de Sydenham y también de su láudano; citar su tratado sobre la gota es una mención obligada cuando se escribe sobre esta enfermedad y se desea presumir de algún conocimiento histórico.
El interrogante del título se refiere a una anécdota de la vida de Sydenham, anécdota tan conocida, al menos en otros tiempos, que repetirla podrá parecer insolente para algunos. Cuando uno de sus estudiantes se le acercó pidiéndole le recomendara un libro donde perfeccionar sus conocimientos de medicina, el gran hombre le contestó que leyera el Quijote. Este episodio se hizo tan célebre que ya es leyenda. Aunque sea apócrifo, su trascendencia lo convierte en verdad. No nos preocupa tanto, ahora, que el ilustre médico se haya o no expresado con esas exactas palabras, sino si lo así expresado conserva aún alguna vigencia, si trescientos años después puede tener algún significado valedero para nuestra época.
La primera preocupación, en verdad, si es que preferimos asumir el relato como cierto, es qué cosa exactamente quiso decir Sydenham con su curiosa respuesta. Curiosa en verdad: mandar este clínico inglés leer «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», una novela española contemporánea (que pudo haber leído en la traducción de Thomas Shelton, realizada al poco tiempo de aparecida la edición original), con el discordante objetivo de aprender medicina.
La espartana declaración usa de cierto suspenso e invita a reflexionar. Las posibilidades acerca del verdadero sentido del consejo de Sydenham parecen quedar reducidas a las siguientes:
1. Sydenham era un bromista insoportable. Retiraba la silla cuando la gente se disponía a sentarse, y, no contento con la anécdota del Quijote, a otro alumno que le consultó acerca de un texto de regímenes dietéticos lo mandó leer «Gargantúa y Pantagruel». No hay registros de esta conducta oprobiosa.
2. Sydenham creía que las referencias médicas que abundan en el Quijote tenían un valor científico incuestionable, en especial la descripción magistral que hace Cervantes de un delirio sistematizado crónico, y estos constituyen los valores de la obra desde su punto de vista. Ahora bien, puede hojearse, leerse o releerse según sea el caso la gran obra de Cervantes y rápidamente se constatará que esta es una novela y no un libro de medicina. Si es cierto que las referencias médicas no escasean, al mismo tiempo puede advertirse que ellas no podrían ser consideradas de valor científico ni por el más desapercibido de los estudiantes. Se refieren en todo caso, a una medicina costumbrista y folklórica, en realidad muy distante de las convicciones científicas que Sydenham cultivaba.
3. Sydenham quiso significar que leer solamente medicina no es bueno y que es oportuno tomarse un descanso leyendo libros referidos a otras esferas y áreas del intelecto. Esto es posible. Pero el gran médico era contemporáneo de algunos de los más grandes escritores ingleses, cuya lectura podría parecer muy adecuada para un breve alejamiento de las preocupaciones profesionales. ¿Por qué precisar el Quijote y dar su consejo de manera en realidad elíptica? El estudiante especificó, además, que lo que quería no era descansar sino aprender medicina.
4. Sydenham en realidad se identificaba con el Quijote, al haber sido algunas de sus luchas por imponer una medicina seria y científica bastante quijotescas en sí mismas, y al haber tenido que sufrir la burla de sus colegas. Esta versión psicologista, que no podía faltar es tentadora y podría tener una pizca de sentido, pero, nuevamente, la recomendación de Sydenham no parece un acto dictado por un episodio de identificación proyectiva sino un consejo claro y concreto acerca de cómo y dónde estudiar medicina. Los que se tutean con el inconsciente, sin embargo, podrán elaborar el tema hasta el infinito.
5. Sydenham era así, un tanto distraído. En su respuesta no hay nada que valga la pena considerar. Simplemente dijo una tontería sin sentido o se confundió con algún otro texto cuyo nombre sí hubiera sido pertinente. No, no. Si Sydenham mencionó el Quijote sin duda no cometió un error; tampoco la frase carece de significado.
6. Sydenham creía firmemente ver en el Quijote valores que podían contribuir a formar al joven estudiante que lo había consultado, tanto como los libros estrictamente médicos que otros le recomendaban leer.
No sé cual de las posibilidades anotadas prefiere el lector. Yo acepto la última. Sydenham fue algo elíptico en su consejo, pero seguramente serio, y aunque un tanto épater, fue también muy profundo, según espero demostrar. Como buen maestro, seguramente odiaba el «spoon fedding» y prefería alguna variación del método socrático. Así, prefirió dejar que su alumno dedujera las cosas por sí mismo, una actitud muy recomendable y ejemplo del understatement favorito de los ingleses, tocado por una pizca de mayéutica. (Por cierto, no hay constancias acerca de la actitud posterior del estudiante, si terminó realmente por leer el Quijote, ni sabemos qué efecto tuvo éste, en el caso de que lo leyera, sobre su formación, pero es evidente que algún efecto consiguió Sydenham, al menos en la universalización y divulgación de su consejo). Sí; el gran hombre realmente creía que la lectura del Quijote debía agregar algo importante para un médico. ¿Qué podía ser esto tan remarcable, puesto que, como hemos visto, no podía ser ciencia?
El Quijote, según bien se sabe, es superficialmente una sátira dirigida a atacar los fantasiosos libros de caballería de la época y sus posibles consecuencias, pero más profundamente es cuando menos un estudio psicológico muy penetrante de un idealista, el caballero manchego de la triste figura. Y termina por ser, casi a contrapelo de las intenciones iniciales del autor, una pintura de inmensa humanidad. Estas dos características, el idealismo total que encarna el personaje central y la humanidad de la historia y sus personajes, idealistas o no (la enorme mayoría no sólo no son idealistas sino que ejercitan instintivamente un realismo inconmovible, contra el que se estrella, a veces literalmente, el ilustre caballero Alonso Quijano), hacen del Quijote una obra que puede ser considerada paradigmáticamente humanística. Poco importa el delirio del viejo caballero, o que éste haya sido facilitado por una indigesta sobredosis de libros de trasnochadas aventuras románticas. Quien lea el Quijote con la empatía que la obra exige, no podrá dejar de experimentar toda una gama, quizás nueva, de emociones y sentimientos, ni de generar nuevas, reveladoras reflexiones. Difícilmente podrá, el lector sensible, dejar de apreciar las grandezas y miserias del género humano, expuestas con realismo y sensibilidad. Es muy posible que al finalizar la obra el lector pueda mirar al mundo y a nosotros, sus ocasionales, algo absurdos moradores, de otro modo, un modo quizás más compasivo y comprensivo, más benévolo y tolerante. La paradoja de que el loco es el más grande, más aún, de que es grande porque está loco y su locura lo engrandece, es profundamente madurativa. La gozosa, a veces hilarante, finalmente doliente humanidad del Quijote, es universal. El inglés Sydenham podía comprenderla: el Quijote abraza, de hecho a toda la humanidad.
Si aceptamos que el Quijote es un libro que deja lecciones sobre la naturaleza del hombre, es posible vislumbrar entonces qué se proponía Sydenham con su escueto consejo. Ensayemos una versión ampliada de lo que él hubiera podido decir a su estudiante de haber querido explayarse:» En el Quijote, de este señor Miguel de Cervantes Saavedra, encontramos la posibilidad de adquirir un conocimiento del hombre que no puede hallarse ni en los mejores textos de medicina. Es un conocimiento de índole diferente. Versará, según uno elija llamarlo, sobre el espíritu del hombre, el alma del hombre, la psicología del hombre, el corazón del hombre. Nos ofrece una continua revelación de la naturaleza humana, aún en aquellos momentos en los que el autor parece ensañarse con su noble personaje. Y como su práctica lo enfrentará a Ud. no sólo con el cuerpo del hombre y sus miserias, sino también con aquello que Ud. eligirá cómo llamar, es que le digo que lea el Quijote si me pide un libro donde perfeccionar su formación».
Debo completar esta temeraria tentativa de parafrasear a Sydenham. Hay una fuerte sugerencia de que el Quijote, es, en la idea del gran médico, una metáfora de la literatura en general. El Quijote simboliza para él cualquiera de las grandes obras literarias que son capaces de enriquecer nuestro espíritu. Sydenham debe haber estado dispuesto a aceptar que lo que el Quijote simbolizaba para él, otra obra podía sustituirlo en la estimación de otras personas o de épocas diferentes (si algún estudiante mío sin proponérselo, reprodujera la escena de Sydenham y su alumno, mi consejo sería que leyera «La montaña mágica» la novela de Thomas Mann de 1924, aun a riesgo de que luego me odiara por intento flagrante de tedio teutónico). Más aún, es probable que Sydenham aceptara extender su metáfora a cualquier creación del espíritu, dirigida al espíritu, que lo enriquezca. Por qué no el cuadro de Gauguin, de 1897, titulado «¿Qué somos, de dónde venimos, adónde vamos?», que muestra un paisaje de vívidos colores irreales, con irreales nativos polinesios y un ídolo misterioso, que nos deja pasmados y, cosa muy importante, pensativos?.
Las creaciones del espíritu, dirigidas al espíritu, lo que suelen llamarse Humanidades, a esto se refería Sydenham con su maravillosa mención del Quijote. Pocos han dudado de que fuera realmente así. Muchos lo han repetido. Pero, ¿cuántos lo han practicado? Después de todo, ¿tenía razón Sydenham en sostener que el Quijote (como metáfora) puede servirle al médico como médico?
Sé de buena fuente que, pese a sus nobles intenciones, Sydenham no tenía razón. La buena fuente es la realidad, esa realidad a la que Cervantes festejaba con excesivo, muy español apego. Si acercarse a las obras del espíritu para el espíritu, las Humanidades, tuviera algún efecto sobre el arte y la práctica de la medicina, algunos contenidos relacionados se hubieran deslizado en la currícula médica. Nada más lejos de esta circunstancia. Ni siquiera la historia de la medicina (así, con minúsculas, para evitar solemnidades) es materia curricular como alguna vez, hace tanto tiempo que ello no quiero acordarme, lo fue. ¿Quién negaría, a priori, que un sentido de la historia amplía y eleva la perspectiva, que nos hace sentir agudamente la distancia recorrida y, a la vez, lo breve de esa distancia? ¿Qué entreteje en nuestra conciencia la compleja trama de la humanidad? ¿Qué nos hace advertir que nuestros predecesores, por el sólo hecho de estar muertos no son más pequeños que nosotros? Y sin embargo, la historia de nuestra profesión ha ido a dar al desván de los trastos inútiles, junto con las Humanidades y otras bagatelas. Así, la anécdota de Sydenham, para algunos tan inspiradora, demuestra ser en realidad una fruslería y sus implicancias obviables y superfluas, las Humanidades, un material sacrificable.
Sydenham era un médico humanista. Es evidente que su recomendación, lejos de ser una abstracción algo romántica, implica toda una teoría acerca de la formación del médico. Cree, como buen humanista, que la virtud puede aprenderse. Considera que el aprendizaje de la conducta humanística a la que el médico se debe por definición, es posible; que la actitud humanitaria es construible por la educación. Y sabe que esa enseñanza hay que buscarla más allá de los textos técnicos. Dando una última vuelta de tuerca a la anécdota, que muestra su sutileza, hay una implicancia difícil de aprenhender pero fundamental: que no debemos leer el Quijote (como metáfora) con la explícita intención de ser mejores médicos. Debemos leerlo con la intención de aprender a ser mejores hombres. Esto nos conducirá a ser mejores médicos. A Sydenham, pienso, le hubiera encantado la frase de Unamuno: sólo hay una manera de dar, rebalsando.
El gran médico probablemente estaba saliendo al encuentro de una figura que siempre amenazó la trascendencia humanística de nuestra profesión y que seguramente insinuaba ya su maleficente presencia: el tecnócrata. Este personaje funesto hace su credo de la búsqueda de la eficiencia, palabra mágica que resume el fundamentalismo moderno de la conveniencia, la velocidad, el abaratamiento, e implica irremisiblemente una pérdida de la calidad. Sydenham era contemporáneo de Milton. Sin duda debe haber tenido muy presente la figura de Mulciber, el ángel arquitecto, que debe proveer «an imperial fabric for damnation» (y que recuerda de inmediato la figura de Albert Speer, el arquitecto de Hitler). Mulciber representa el tecnócrata, y, cualquiera sean sus talentos arquitectónicos, será condenado:
Nor did he escape
By all his engines, but was head-long sent
With his industrious crew to build
In Hell

El programa que propone Sydenham detrás de su breve consejo es exigente y espinoso. Hay una cuestión de tiempo: ars longa vita brevis. Hay una cuestión de jerarquías: primero la capacitación técnica. Hay una cuestión de contenidos: ¿qué enseñar del vasto capítulo de las Humanidades? Hay una cuestión de recursos humanos: quién está en condiciones, en este medio privado de humanistas (aunque abundante en quienes dicen serlo) de enseñar lo que hace falta enseñar? Y hay una cuestión de confianza en la idea: ¿tenía razón Sydenham?

Cuestiones espinosas, en verdad, de esas que es un alivio barrer debajo de la alfombra.
Cuanto más se piensa en la anécdota de Sydenham más se aprecia su magnificencia, su elegante, económica nobleza, su innegable grandeza de espíritu. Hasta es posible entretener la idea de que podía estar equivocado, pero equivocado a la manera del idealista Alonso Quijano. Al sugerir más que declarar, plantea un enigma que sólo puede resolver un corazón bien cimentado. Es tan vital en su significado, y éste a su vez es tan subversivo en su rechazo de la mera tecnificación, que parece pedirnos que no lo olvidemos. Por el momento, sin embargo, es una anécdota que registran libros de historia de la medicina que nadie lee. Los médicos hemos dejado de creer en el poder formativo del Quijote (como metáfora). Somos más pobres por esa ceguera. Y ¿cómo vamos a mandar a los jóvenes a enderezar entuertos si a los responsables de formarlos se nos secó el cerebro?

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