MEDICINA - Volumen 61 - Nº 2, 2001
MEDICINA (Buenos Aires) 2001; 61:232-234

       
     

       
     

Objetividad y subjetividad en el conocimiento científico

Alberto R. Kornblihtt
Laboratorio de Fisiología y Biología Molecular, Departamento de Ciencias Biológicas,
Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de Buenos Aires

La práctica de la investigación científica está indisolublemente ligada a una concepción materialista del mundo. El materialismo da por sentado que la realidad existe independientemente del observador. Consciente o inconscientemente, los científicos somos materialistas y ante la pregunta de si es posible conocer la realidad, la mayoría de nosotros responderemos que sí. En todo caso aceptaremos que nuestro conocimiento tiene un cierto grado de error o imprecisión, que las verdades científicas son necesariamente transitorias y que en algunos casos la magnitud del error puede incluso ser tan grande como para tergiversar la observación misma. No obstante, no dudaríamos en afirmar que ciertas teorías científicas (como la de la redondez de la Tierra por ejemplo) han sido confirmadas por un número tal de observaciones experimentales independientes que atestiguan que somos capaces de adquirir un conocimiento objetivo, aunque aproximativo y parcial, de la naturaleza. Antes de ser acusado de burdo cientificista y positivista por algún lector más ducho que yo en temas filosóficos, quisiera dejar en claro que los científicos, en tanto que «sujetos investigantes» influimos fuertemente sobre el «objeto investigado». Nuestra influencia es inevitable. Después de todo la ciencia es un invento de los humanos y, al ser practicada por sujetos (del latín subjectus) es literalmente «subjetiva». Lo importante es ser conscientes de la existencia de factores subjetivos y de su magnitud.
¿Por qué reflexionar sobre estos temas, aparentemente tan elementales, en los comienzos del siglo XXI cuando desde Galileo a nuestros días la ciencia ha venido dando pruebas irrefutables de su solidez? La respuesta es que por diversos flancos la ciencia está siendo atacada. Desde el post-modernismo, la new age, la pseudociencia y la ignorancia se pregona el relativismo cognitivo y se acusa a la ciencia de los males de la humanidad. Ante el ataque, muchas veces la ciencia calla ensoberbecida o dormida en sus laureles.
Según Sokal y Bricmont1 relativismo es toda filosofía que pretenda que la validez de una afirmación es relativa a un individuo y/o a un grupo social. El relativismo es cognitivo cuando se refiere a afirmaciones sobre lo que existe o no existe. Como todo conocimiento es, según ellos, necesariamente subjetivo, las afirmaciones científicas no son más que el acuerdo de muchas subjetividades: si todos afirman ver al rey vestido, «el rey está vestido». Los citados autores desnudan la falacia del relativismo a ultranza con un ejemplo lamentablemente más contemporáneo que el de la centenaria parábola de los hábitos del rey. En un folleto dedicado a la formación de docentes secundarios en Bélgica se define al término «hecho» como una interpretación de una situación que nadie, al menos en ese momento, quiere cuestionar. Prueba de ello, dice el folleto, es que en el lenguaje común «un hecho se establece», lo que demuestra que se trata de un modelo teórico que se cree apropiado. «La computadora se encuentra sobre el escritorio» o, «si se hierve agua, ésta se evapora» son consideradas proposiciones factuales que nadie quiere contradecir en un dado momento. El folleto raya con el absurdo afirmando que «durante siglos se consideró como un hecho que el Sol giraba alrededor de la Tierra. La aparición de otra teoría como la de la rotación de la Tierra involucra el reemplazo de un hecho por otro» (sic). Los autores del folleto no quieren admitir que un hecho es algo que ocurre fuera de nosotros, nuestra conciencia y nuestra interpretación. Confunden hechos con conocimientos. Según ellos parecería que la Tierra gira alrededor del Sol sólo después de Copérnico! Aun si estuvieran hablando de conocimientos, el relativismo desemboca en el «vale todo». Todo conocimiento resulta válido siempre que esté avalado por un grupo de personas que se ponen de acuerdo. De ahí hay sólo un paso a considerar que cuanto más personas afirman algo, mayor es el valor de esa afirmación. Como si las verdades científicas pudieran votarse y se aceptara como cierta a la más votada!
Los peligros de un hipersubjetivismo, ejemplificado por el relativismo cognitivo, son comparables a los de un hiperobjetivismo que desconozca la influencia del observador sobre lo observado. Mientras las ciencias naturales son más proclives a caer en el hiperobjetivismo, el relativismo cognitivo despliega su artillería pesada sobre las ciencias sociales, tratando de vaciarlas de rigurosidad, de metodología de investigación y de posibilidad de verificación de sus postulados y teorías. Tamaña injusticia para las ciencias sociales, donde los objetos de estudio son de por sí más elusivos que los de las naturales.
El gran debate entonces es sobre subjetividad y objetividad en ciencia. El filósofo de la ciencia canadiense Michael Ruse2 trata de responder a la pregunta de si la ciencia obedece a ciertas normas o reglas desinteresadas que nos garanticen averiguar algo acerca del mundo real o si por el contrario es un reflejo de las preferencias personales o culturales. Los subjetivistas o constructivistas sociales (para quienes el conocimiento científico no es más que una construcción social) aducen que la ciencia está llena de valores: sexuales, étnicos, religiosos y políticos. Los objetivistas también abogan por valores que garanticen una tendencia hacia el conocimiento objetivo. Ruse denomina a estos últimos valores epistémicos, en tanto que los primeros son los valores no epistémicos. Según Ruse es posible analizar en cada cuerpo teórico y en la actividad de cada científico los valores epistémicos y no epistémicos de su ciencia. Haciendo uso de una metodología analítica, criticable quizás por la extrema simplificación de un problema complejo, Ruse, siguiendo a E. McMullin, presenta un listado de valores epistémicos deseables en toda teoría científica:
1. Precisión predictiva
2. Coherencia interna y consistencia externa
3. Poder unificador
4. Fertilidad
5. Simplicidad, elegancia y parsimonia
La persistencia predictiva es quizás el carácter más relevante de toda teoría científica. No se trata de predecir eventos futuros como si fuéramos adivinos, sino más bien de predecir eventos actuales desconocidos hasta el momento del desarrollo de la nueva teoría.
Coherencia interna significa que todos los elementos que forman el cuerpo de la teoría no deben contradecirse. Por otra parte, la teoría debe ser consistente con cuerpos científicos y leyes externos a la misma. Por ejemplo, la naturaleza química de la información genética (ADN) debe ser consistente con el segundo principio de la termodinámica. O, en otro ejemplo, toda pretendida base científica de la homeopatía debería ser consistente con la ley de acción de masas, es decir con el hecho de que las masas de los productos de una reacción química son proporcionales a las masas de los reactantes.
El poder unificador implica reunir elementos u observaciones que antes se suponían no relacionados.
La fertilidad reconoce la propiedad de toda teoría científica de abrir nuevos caminos los cuales, a su vez, posibiliten nuevas teorías y predicciones.
Simplicidad, elegancia y economía de asunciones (parsimonia) son valores deseables pero que deberían encuadrarse entre los no epistémicos por el alto grado de subjetividad en su definición.
Tomando como modelo la teoría de la evolución, Ruse analiza en qué medida los valores epistémicos han desplazado a los no epistémicos en diversos científicos. No obstante, como ya se mencionó, ese desplazamiento nunca es absoluto. En algunos casos lo cultural o no epistémico persiste promoviendo a lo epistémico. A estos valores no epistémicos que no forman parte esencial de la ciencia sino que se ubican alrededor de la ciencia y contribuyen a su fortaleza epistémica Ruse los llama metavalores. La historia de la familia Darwin nos ayudará a aclarar un poco más estos conceptos. Erasmus Darwin (1731-1802), el abuelo de Charles, fue un precursor en la teoría de la evolución de los seres vivos. Su fervor evolucionista, plasmado en poemas y en una prosa más literaria que científica, no tenía ninguna base observacional ni planteaba predicciones. El registro fósil era desconocido en sus tiempos por lo cual no se le puede pedir consistencia alguna con hechos que le eran ignorados. Es difícil encontrar valores epistémicos en sus afirmaciones y el hecho de que hayan resonado con hallazgos posteriores no pasaría de mera casualidad, a menos que... A menos que hurguemos en la influencia no epistémica de su ciencia. Entonces descubrimos que Erasmus no era teísta (cristiano, judío, musulmán, etc.) sino deísta y por lo tanto, como muchos en su época en Inglaterra, no creía en un dios que se manifiesta a través de intervenciones divinas (milagros, ángeles, mesías) sino en un Unmoved Mover, es decir, un dios que dio el puntapié inicial para poner el mundo en movimiento y luego se apartó, un dios que pudo hacerlo todo sin quebrar las leyes naturales. En este contexto, la evolución de Erasmus Darwin aparece como la apoteosis del deísmo ya que es el triunfo de la ley no quebrantada. Todo esto, sumado a la metáfora industrial preponderante hacia fines del siglo XVIII, donde la excelencia y el progreso humano son valores hacia los cuales debe de haber «trabajado» la evolución. Muy diferente es el caso del nieto Charles (1809-1882). Su teoría de la evolución está fundamentada en múltiples observaciones, es consistente con los hallazgos geológicos de la época referidos al registro fósil y con observaciones biogeográficas no explicables por ninguna otra teoría alternativa, predijo eventos contemporáneos a la teoría pero desconocidos para el autor y sería difícil en pocas palabras resumir la magnitud de su poder unificador en las ciencias biológicas y su inacabada fertilidad desde la publicación del Origen de las especies en 1859 hasta el desciframiento de la secuencia del genoma humano en 2001. No hay duda de que lo epistémico domina. No obstante, como su abuelo, Darwin también era deísta. Mas el dios de Charles Darwin no es parte su ciencia. Según Ruse, el deísmo de Darwin funciona como un metavalor cultural que, lejos de ser determinante en el contenido de su ciencia, resuena de manera no conflictiva con la misma, en definitiva reforzándola.
En medio de esta maraña de búsqueda del conocimiento objetivo inevitablemente atravesada por lo subjetivo, cabe preguntarse qué es lo que nos motiva a gentes de tan distintas culturas, creencias, religiones e ideologías a hacer ciencia. Probablemente se trate de la natural necesidad de los humanos (aunque seguramente presente en otras especies) por conocer el mundo que los rodea, canalizada de un modo un poco más sistemático en los científicos. Cuando ese conocimiento del mundo es realmente novedoso, y no un mero reconocimiento de lo ya conocido, se convierte en transformador tanto de nuestra visión del mundo como de la propia realidad física. El grado de importancia, apoyo, buen o mal uso que se le da al papel transformador de la ciencia ya son harina de otro costal, un costal con escasos valores epistémicos.

Dirección electrónica: Alberto R. Kornblihtt.Laboratorio de Fisiología y Biología Molecular, Departamento de Ciencias Biológicas,Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de Buenos Aires
e-mail: ark@bg.fcen.uba.ar

Bibliografía

1. Sokal A, Bricmont J. Impostures Intellectuelles. París: Editions Odile Jacob, 1997
2. Ruse M. Mystery of Mysteries. Is Evolution a Social Cons-truction? Cambridge MA: Harvard University Press, 1999