|  |  | Difícil para médicos
 Samuel FinkielmanInstituto de Investigaciones Médicas, Alfredo Lanari, Facultad de
          Medicina, Universidad de Buenos Aires
 La medicina cambia y en los últimos veinte años los cambios en
          las ciencias básicas de la salud y en la forma de asistir pacientes
          han sido vertiginosos. Al mismo tiempo e insensiblemente, los límites
          antes claramente definidos entre disciplinas clínicas y prácticas
          quirúrgicas se han desdibujado. Las enfermedades coronarias son el
          campo de batalla de los cardiocirujanos, de los hemodinamistas con
          largos catéteres y de los cardiólogos clínicos; muchas neoplasias
          ni siquiera requieren evaluación quirúrgica después del
          diagnóstico por biopsia y quedan dentro del dominio del oncólogo y
          las vesículas biliares se extraen por laparoscopia. Existe hoy una
          medicina no invasiva, una semi-invasiva y otra invasiva –no nos
          referimos sólo a las terapéuticas– y estas prácticas dependen a
          veces de hábitos adquiridos, circunstancias no médicas o réditos
          monetarios posibles.Menos impresionante pero posiblemente tanto o más trascendente que la
          acumulación de nuevos procedimientos y técnicas de indagación
          diagnóstica y de prácticas terapéuticas, resulta el cambio
          sociológico y económico de la salud pública. El sostenimiento de
          accesos a esquemas de prevención y asistencia actuales ha adquirido
          tal amplitud –el derecho universal a la salud– y representa tan
          enorme carga económica, que la inversión y movilización de bienes y
          servicios relacionados con la salud de un país, una provincia, un
          municipio o un sindicato o una comunidad local, tiene dimensiones
          inusitadas, desmedidas, inéditas en la historia de la medicina. Todos
          los esquemas, no importa su extensión, tienen derecho de
          supervivencia con la condición de que sean eficientes y justos.
 Hubo un tiempo, apenas reciente, en que los protagonistas de la
          medicina eran el médico y el paciente. Esta relación personal tan
          particular, tan saludable, ha cedido su lugar, aunque ciertamente sin
          desaparecer por completo, al protagonismo y la acción casi
          irreversible de otros agentes más solventes, más dinámicos, y con
          visión más globalizadora. Por un lado el protagonismo pasó al
          financiador del sistema de salud que es un agente que entre otras
          cosas se dedica al sector inmobiliario como es la hotelería
          sanatorial, a la industria farmacéutica y a la de implementos
          médico-quirúrgicos y que, finalmente, paga los actos médicos. Este
          agente puede ser el estado en sus distintos niveles o el seguro de
          salud, donde tal seguro es contratado por individuos (sanos), por
          instituciones públicas o privadas como el sistema financiador de
          jubilaciones, o esta función financiadora puede ser ejercida por un
          sindicato, cualquier entidad comunitaria o la «pre-paga». Pareciera
          que el sistema financiero no tuviera límites, pues cuanto más amplio
          más eficiente sería, y de hecho, sistemas de este tipo cotizan en la
          bolsa de valores.
 Por otra parte otros sistemas financieros se han trasladado a la
          prestación específica de servicios médicos. Pagan consultorios,
          unidades de atención e internación, laboratorios clínicos,
          especialidades y traslados. En el caso de los prestadores la
          dimensión de los servicios tiene límites de eficiencia y riesgos
          particulares, lo que no implica que no puedan constituir florecientes
          empresas. Sin embargo un exceso de ofertas de prestación compitiendo
          en un pequeño mercado solvente deprime el precio y la calidad de las
          prestaciones y hace entrar en juego técnicas de comercialización
          reñidas con la austera tradición del anuncio médico. La
          proliferación de prestadores y la gran población disponible de
          profesionales de la salud suele significar simplemente trabajar más y
          ganar menos.
 Los médicos y los pacientes se han transformado en meros apéndices
          finales –el último eslabón– de una cadena operativa de
          financiadores y prestadores; es improbable que vuelvan a ser
          considerados como los actores centrales. Las decisiones y los
          intereses de los médicos difícilmente puedan conciliarse, como
          tampoco contraponerse completamente, a los intereses y al poder de los
          que administran cuantiosas sumas de dinero y emplean una burocracia
          que debe asegurarles el lucro de las inversiones en salud. Porque para
          que un sistema de este carácter se sostenga, todo acto médico o toda
          intervención sanitaria debe dar ganancia (primero para los
          inversionistas, amén de los que intervienen en el gerenciamiento y la
          burocracia; también eventualmente para los médicos).
 ¿Qué queda de la algo lírica relación médico-paciente en nuestros
          confundidos tiempos? Delante y detrás de convenios económicos entre
          financistas y prestadores, y fuera de algunos aspectos legales
          insalvables, debe permanecer, persistir, insistirse y sostenerse la
          idea del paciente y su médico responsable, sin lirismos inútiles ni
          especulaciones políticas, pero sin esperanzas de que se produzcan
          cambios en el marco general que afecta a la medicina en todas partes y
          que no parece reversible. Y se debe dar un toque de atención para que
          la medicina por ganancia –cosa que no está del todo mal, sólo que
          ¿para quién la ganancia?– no implique exclusivamente la ganancia
          (honesta) de una empresa de financistas, inversores, economistas,
          gerentes y promotores excluyendo médicos y la atención adecuada.
          Esto es característicamente una exigencia ética y debiera
          complementarse con un compromiso médico profesional de no participar
          en empresas que explotan injustamente el trabajo médico, lo cual no
          es fácil, porque una mala remuneración es mejor que ninguna.
 ¿Hay algún lugar en este panorama para el hospital público?
          Debiéramos comprender que finalmente la atención médica la paga la
          gente y que hay quién no puede pagar. Este parece un argumento casi
          irrefutable en favor del hospital público si nos atenemos al derecho
          a la salud pero hay otros argumentos además del humanitario:
          epidemiológicos, de educación médica y de política sanitaria. Y
          hay infinidad de actos médicos que no dan ganancia. El hospital
          público debiera proveer los adecuados niveles de complejidad y no
          explotar el trabajo gratuito de los médicos, hecho que parecería
          menos grave en estos casos porque no se trata de medicina por
          ganancia.
 En resumen, la medicina de hoy está sometida a un régimen de
          comercialización cuadrangular con un financiador en un vértice que
          asocia potenciales pacientes y contrata prestadores y en otro
          vértice, el prestador, que emplea médicos; pacientes y médicos, los
          vértices básicos tradicionales de una profesión liberal, se
          encuentran en alguna parte. Claro, hay variantes...
 La pregunta acerca de si la opinión no experta de los médicos tiene
          algún papel en la organización de la atención y la práctica
          asistencial, fuera del juicio sobre la calidad, es difícil de
          responder y las respuestas serían, en todo caso, equívocas. Se trata
          en el fondo de un problema de costo-beneficio. La otra pregunta que
          cabe es por qué los costos argentinos son tan altos cuando se los
          compara con los de otros países del primer mundo que enfrentan
          problemas similares. Una organización médica compleja, desordenada,
          desigual y cara, y no siempre eficiente y justa, presenta una
          cuestión difícil para el médico asistencial. Planteo casi tan
          difícil como para el legislador que intente promover la racionalidad,
          la eficiencia y la justicia en la práctica de la medicina.
 Un atisbo de solución podría encararse orientando a los
          financiadores oficiales de salud –la Nación, las provincias y
          municipios y el sistema de reparto jubilatorio– fijándoles reglas
          claras que eviten y supriman la intermediación superflua, que siempre
          es onerosa y desvía recursos, como sucede con ciertos organismos casi
          fantasmas que contratan centralmente geriátricos, servicios de
          diálisis o cualquier otro servicio. De esta manera los prestadores
          serían contratados directamente por los financiadores oficiales
          respetando los derechos elementales de pacientes y médicos, con
          beneficio para la atención en todos los niveles y afianzamiento de
          instituciones asistenciales establecidas y eficientes, como hospitales
          públicos y comunitarios, incluido el hospital universitario.
          Finalmente, la promoción del hospital público produciría mejores
          servicios médicos, facilitación del acceso a la atención, ganancia
          para la gente, ganancia para el país. Es posible que esta propuesta
          vaya en contra de la actual tendencia global a la
          «desburocratización» del sistema de atención pública y del
          fomento de los grandes negocios médicos.
 
 
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