|  |  | ¿Tenía razón Sydenham?
 Una
          nota sobre las Humanidades y la Medicina Héctor O. Alonso No, no estoy poniendo en dudas las incontrovertibles cualidades del
          médico inglés Thomas Sydenham (1624-1689), cuyo nombre ha quedado
          registrado en la historia de la medicina por muchas y excelentes
          razones. Todavía hoy hablamos de la corea de Sydenham y también de
          su láudano; citar su tratado sobre la gota es una mención obligada
          cuando se escribe sobre esta enfermedad y se desea presumir de algún
          conocimiento histórico.El interrogante del título se refiere a una anécdota de la vida de
          Sydenham, anécdota tan conocida, al menos en otros tiempos, que
          repetirla podrá parecer insolente para algunos. Cuando uno de sus
          estudiantes se le acercó pidiéndole le recomendara un libro donde
          perfeccionar sus conocimientos de medicina, el gran hombre le
          contestó que leyera el Quijote. Este episodio se hizo tan célebre
          que ya es leyenda. Aunque sea apócrifo, su trascendencia lo convierte
          en verdad. No nos preocupa tanto, ahora, que el ilustre médico se
          haya o no expresado con esas exactas palabras, sino si lo así
          expresado conserva aún alguna vigencia, si trescientos años después
          puede tener algún significado valedero para nuestra época.
 La primera preocupación, en verdad, si es que preferimos asumir el
          relato como cierto, es qué cosa exactamente quiso decir Sydenham con
          su curiosa respuesta. Curiosa en verdad: mandar este clínico inglés
          leer «El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha», una novela
          española contemporánea (que pudo haber leído en la traducción de
          Thomas Shelton, realizada al poco tiempo de aparecida la edición
          original), con el discordante objetivo de aprender medicina.
 La espartana declaración usa de cierto suspenso e invita a
          reflexionar. Las posibilidades acerca del verdadero sentido del
          consejo de Sydenham parecen quedar reducidas a las siguientes:
 1. Sydenham era un bromista insoportable. Retiraba la silla cuando la
          gente se disponía a sentarse, y, no contento con la anécdota del
          Quijote, a otro alumno que le consultó acerca de un texto de
          regímenes dietéticos lo mandó leer «Gargantúa y Pantagruel». No
          hay registros de esta conducta oprobiosa.
 2. Sydenham creía que las referencias médicas que abundan en el
          Quijote tenían un valor científico incuestionable, en especial la
          descripción magistral que hace Cervantes de un delirio sistematizado
          crónico, y estos constituyen los valores de la obra desde su punto de
          vista. Ahora bien, puede hojearse, leerse o releerse según sea el
          caso la gran obra de Cervantes y rápidamente se constatará que esta
          es una novela y no un libro de medicina. Si es cierto que las
          referencias médicas no escasean, al mismo tiempo puede advertirse que
          ellas no podrían ser consideradas de valor científico ni por el más
          desapercibido de los estudiantes. Se refieren en todo caso, a una
          medicina costumbrista y folklórica, en realidad muy distante de las
          convicciones científicas que Sydenham cultivaba.
 3. Sydenham quiso significar que leer solamente medicina no es bueno y
          que es oportuno tomarse un descanso leyendo libros referidos a otras
          esferas y áreas del intelecto. Esto es posible. Pero el gran médico
          era contemporáneo de algunos de los más grandes escritores ingleses,
          cuya lectura podría parecer muy adecuada para un breve alejamiento de
          las preocupaciones profesionales. ¿Por qué precisar el Quijote y dar
          su consejo de manera en realidad elíptica? El estudiante especificó,
          además, que lo que quería no era descansar sino aprender medicina.
 4. Sydenham en realidad se identificaba con el Quijote, al haber sido
          algunas de sus luchas por imponer una medicina seria y científica
          bastante quijotescas en sí mismas, y al haber tenido que sufrir la
          burla de sus colegas. Esta versión psicologista, que no podía faltar
          es tentadora y podría tener una pizca de sentido, pero, nuevamente,
          la recomendación de Sydenham no parece un acto dictado por un
          episodio de identificación proyectiva sino un consejo claro y
          concreto acerca de cómo y dónde estudiar medicina. Los que se tutean
          con el inconsciente, sin embargo, podrán elaborar el tema hasta el
          infinito.
 5. Sydenham era así, un tanto distraído. En su respuesta no hay nada
          que valga la pena considerar. Simplemente dijo una tontería sin
          sentido o se confundió con algún otro texto cuyo nombre sí hubiera
          sido pertinente. No, no. Si Sydenham mencionó el Quijote sin duda no
          cometió un error; tampoco la frase carece de significado.
 6. Sydenham creía firmemente ver en el Quijote valores que podían
          contribuir a formar al joven estudiante que lo había consultado,
          tanto como los libros estrictamente médicos que otros le recomendaban
          leer.
 No sé cual de las posibilidades anotadas prefiere el lector. Yo
          acepto la última. Sydenham fue algo elíptico en su consejo, pero
          seguramente serio, y aunque un tanto épater, fue también muy
          profundo, según espero demostrar. Como buen maestro, seguramente
          odiaba el «spoon fedding» y prefería alguna variación del método
          socrático. Así, prefirió dejar que su alumno dedujera las cosas por
          sí mismo, una actitud muy recomendable y ejemplo del understatement
          favorito de los ingleses, tocado por una pizca de mayéutica. (Por
          cierto, no hay constancias acerca de la actitud posterior del
          estudiante, si terminó realmente por leer el Quijote, ni sabemos qué
          efecto tuvo éste, en el caso de que lo leyera, sobre su formación,
          pero es evidente que algún efecto consiguió Sydenham, al menos en la
          universalización y divulgación de su consejo). Sí; el gran hombre
          realmente creía que la lectura del Quijote debía agregar algo
          importante para un médico. ¿Qué podía ser esto tan remarcable,
          puesto que, como hemos visto, no podía ser ciencia?
 El Quijote, según bien se sabe, es superficialmente una sátira
          dirigida a atacar los fantasiosos libros de caballería de la época y
          sus posibles consecuencias, pero más profundamente es cuando menos un
          estudio psicológico muy penetrante de un idealista, el caballero
          manchego de la triste figura. Y termina por ser, casi a contrapelo de
          las intenciones iniciales del autor, una pintura de inmensa humanidad.
          Estas dos características, el idealismo total que encarna el
          personaje central y la humanidad de la historia y sus personajes,
          idealistas o no (la enorme mayoría no sólo no son idealistas sino
          que ejercitan instintivamente un realismo inconmovible, contra el que
          se estrella, a veces literalmente, el ilustre caballero Alonso
          Quijano), hacen del Quijote una obra que puede ser considerada
          paradigmáticamente humanística. Poco importa el delirio del viejo
          caballero, o que éste haya sido facilitado por una indigesta
          sobredosis de libros de trasnochadas aventuras románticas. Quien lea
          el Quijote con la empatía que la obra exige, no podrá dejar de
          experimentar toda una gama, quizás nueva, de emociones y
          sentimientos, ni de generar nuevas, reveladoras reflexiones.
          Difícilmente podrá, el lector sensible, dejar de apreciar las
          grandezas y miserias del género humano, expuestas con realismo y
          sensibilidad. Es muy posible que al finalizar la obra el lector pueda
          mirar al mundo y a nosotros, sus ocasionales, algo absurdos moradores,
          de otro modo, un modo quizás más compasivo y comprensivo, más
          benévolo y tolerante. La paradoja de que el loco es el más grande,
          más aún, de que es grande porque está loco y su locura lo
          engrandece, es profundamente madurativa. La gozosa, a veces hilarante,
          finalmente doliente humanidad del Quijote, es universal. El inglés
          Sydenham podía comprenderla: el Quijote abraza, de hecho a toda la
          humanidad.
 Si aceptamos que el Quijote es un libro que deja lecciones sobre la
          naturaleza del hombre, es posible vislumbrar entonces qué se
          proponía Sydenham con su escueto consejo. Ensayemos una versión
          ampliada de lo que él hubiera podido decir a su estudiante de haber
          querido explayarse:» En el Quijote, de este señor Miguel de
          Cervantes Saavedra, encontramos la posibilidad de adquirir un
          conocimiento del hombre que no puede hallarse ni en los mejores textos
          de medicina. Es un conocimiento de índole diferente. Versará, según
          uno elija llamarlo, sobre el espíritu del hombre, el alma del hombre,
          la psicología del hombre, el corazón del hombre. Nos ofrece una
          continua revelación de la naturaleza humana, aún en aquellos
          momentos en los que el autor parece ensañarse con su noble personaje.
          Y como su práctica lo enfrentará a Ud. no sólo con el cuerpo del
          hombre y sus miserias, sino también con aquello que Ud. eligirá
          cómo llamar, es que le digo que lea el Quijote si me pide un libro
          donde perfeccionar su formación».
 Debo completar esta temeraria tentativa de parafrasear a Sydenham. Hay
          una fuerte sugerencia de que el Quijote, es, en la idea del gran
          médico, una metáfora de la literatura en general. El Quijote
          simboliza para él cualquiera de las grandes obras literarias que son
          capaces de enriquecer nuestro espíritu. Sydenham debe haber estado
          dispuesto a aceptar que lo que el Quijote simbolizaba para él, otra
          obra podía sustituirlo en la estimación de otras personas o de
          épocas diferentes (si algún estudiante mío sin proponérselo,
          reprodujera la escena de Sydenham y su alumno, mi consejo sería que
          leyera «La montaña mágica» la novela de Thomas Mann de 1924, aun a
          riesgo de que luego me odiara por intento flagrante de tedio
          teutónico). Más aún, es probable que Sydenham aceptara extender su
          metáfora a cualquier creación del espíritu, dirigida al espíritu,
          que lo enriquezca. Por qué no el cuadro de Gauguin, de 1897, titulado
          «¿Qué somos, de dónde venimos, adónde vamos?», que muestra un
          paisaje de vívidos colores irreales, con irreales nativos polinesios
          y un ídolo misterioso, que nos deja pasmados y, cosa muy importante,
          pensativos?.
 Las creaciones del espíritu, dirigidas al espíritu, lo que suelen
          llamarse Humanidades, a esto se refería Sydenham con su maravillosa
          mención del Quijote. Pocos han dudado de que fuera realmente así.
          Muchos lo han repetido. Pero, ¿cuántos lo han practicado? Después
          de todo, ¿tenía razón Sydenham en sostener que el Quijote (como
          metáfora) puede servirle al médico como médico?
 Sé de buena fuente que, pese a sus nobles intenciones, Sydenham no
          tenía razón. La buena fuente es la realidad, esa realidad a la que
          Cervantes festejaba con excesivo, muy español apego. Si acercarse a
          las obras del espíritu para el espíritu, las Humanidades, tuviera
          algún efecto sobre el arte y la práctica de la medicina, algunos
          contenidos relacionados se hubieran deslizado en la currícula
          médica. Nada más lejos de esta circunstancia. Ni siquiera la
          historia de la medicina (así, con minúsculas, para evitar
          solemnidades) es materia curricular como alguna vez, hace tanto tiempo
          que ello no quiero acordarme, lo fue. ¿Quién negaría, a priori, que
          un sentido de la historia amplía y eleva la perspectiva, que nos hace
          sentir agudamente la distancia recorrida y, a la vez, lo breve de esa
          distancia? ¿Qué entreteje en nuestra conciencia la compleja trama de
          la humanidad? ¿Qué nos hace advertir que nuestros predecesores, por
          el sólo hecho de estar muertos no son más pequeños que nosotros? Y
          sin embargo, la historia de nuestra profesión ha ido a dar al desván
          de los trastos inútiles, junto con las Humanidades y otras bagatelas.
          Así, la anécdota de Sydenham, para algunos tan inspiradora,
          demuestra ser en realidad una fruslería y sus implicancias obviables
          y superfluas, las Humanidades, un material sacrificable.
 Sydenham era un médico humanista. Es evidente que su recomendación,
          lejos de ser una abstracción algo romántica, implica toda una
          teoría acerca de la formación del médico. Cree, como buen
          humanista, que la virtud puede aprenderse. Considera que el
          aprendizaje de la conducta humanística a la que el médico se debe
          por definición, es posible; que la actitud humanitaria es construible
          por la educación. Y sabe que esa enseñanza hay que buscarla más
          allá de los textos técnicos. Dando una última vuelta de tuerca a la
          anécdota, que muestra su sutileza, hay una implicancia difícil de
          aprenhender pero fundamental: que no debemos leer el Quijote (como
          metáfora) con la explícita intención de ser mejores médicos.
          Debemos leerlo con la intención de aprender a ser mejores hombres.
          Esto nos conducirá a ser mejores médicos. A Sydenham, pienso, le
          hubiera encantado la frase de Unamuno: sólo hay una manera de dar,
          rebalsando.
 El gran médico probablemente estaba saliendo al encuentro de una
          figura que siempre amenazó la trascendencia humanística de nuestra
          profesión y que seguramente insinuaba ya su maleficente presencia: el
          tecnócrata. Este personaje funesto hace su credo de la búsqueda de
          la eficiencia, palabra mágica que resume el fundamentalismo moderno
          de la conveniencia, la velocidad, el abaratamiento, e implica
          irremisiblemente una pérdida de la calidad. Sydenham era
          contemporáneo de Milton. Sin duda debe haber tenido muy presente la
          figura de Mulciber, el ángel arquitecto, que debe proveer «an
          imperial fabric for damnation» (y que recuerda de inmediato la figura
          de Albert Speer, el arquitecto de Hitler). Mulciber representa el
          tecnócrata, y, cualquiera sean sus talentos arquitectónicos, será
          condenado:
 Nor did he escape
 By all his engines, but was head-long sent
 With his industrious crew to build
 In Hell
 El programa que propone Sydenham detrás de su breve consejo es
          exigente y espinoso. Hay una cuestión de tiempo: ars longa vita
          brevis. Hay una cuestión de jerarquías: primero la capacitación
          técnica. Hay una cuestión de contenidos: ¿qué enseñar del vasto
          capítulo de las Humanidades? Hay una cuestión de recursos humanos:
          quién está en condiciones, en este medio privado de humanistas
          (aunque abundante en quienes dicen serlo) de enseñar lo que hace
          falta enseñar? Y hay una cuestión de confianza en la idea: ¿tenía
          razón Sydenham? Cuestiones espinosas, en verdad, de esas que es un alivio barrer
          debajo de la alfombra.Cuanto más se piensa en la anécdota de Sydenham más se aprecia su
          magnificencia, su elegante, económica nobleza, su innegable grandeza
          de espíritu. Hasta es posible entretener la idea de que podía estar
          equivocado, pero equivocado a la manera del idealista Alonso Quijano.
          Al sugerir más que declarar, plantea un enigma que sólo puede
          resolver un corazón bien cimentado. Es tan vital en su significado, y
          éste a su vez es tan subversivo en su rechazo de la mera
          tecnificación, que parece pedirnos que no lo olvidemos. Por el
          momento, sin embargo, es una anécdota que registran libros de
          historia de la medicina que nadie lee. Los médicos hemos dejado de
          creer en el poder formativo del Quijote (como metáfora). Somos más
          pobres por esa ceguera. Y ¿cómo vamos a mandar a los jóvenes a
          enderezar entuertos si a los responsables de formarlos se nos secó el
          cerebro?
 Dirección postal: Héctor O. Alonso. San Lorenzo 2109, 2000
          Rosario 
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