MEDICINA - Volumen 62 - Nº 3, 2002
MEDICINA (Buenos Aires) 2002; 62: 279-290

       
     

       
     

LA MUERTE INTERVENIDA. DE LA MUERTE CEREBRAL A LA ABSTENCION O RETIRO DEL SOPORTE VITAL

 

CARLOS R. GHERARDI

División Terapia Intensiva, Hospital de Clínicas José de San Martín

Resumen

El concepto de muerte intervenida comprende todas aquellas situaciones en que la aplicación de la suspensión o no aplicación de algún método de soporte vital se constituye en un límite en el tratamiento vinculado con la producción de muerte cardiorrespiratoria tradicional. El informe Harvard de 1968 propuso una nueva definición de la muerte a través del concepto de la pérdida completa de la función cerebral y después de más de treinta años todo este proceso de intervención en su diagnóstico puede visualizarse como un continuo que se asocia con la necesidad de procuración de órganos para transplante y con la necesidad de evitar prolongadas agonías en pacientes irrecuperables. En la última década la licitud ética de la interrupción en la aplicación de los métodos de soporte vital ordinarios y avanzados en situaciones que no configuran los supuestos de muerte cerebral -como los estados vegetativos y otras situaciones clínicas irreversibles- y hasta los intentos de obtener órganos para transplantes en estas ocasiones (cuando se contare con el acuerdo explícito del donante o su representante) hace posible una interpretación conjunta de estos cuadros a través de la admisión del establecimiento de un límite en la asistencia médica. La reflexión sobre la muerte intervenida como un fenómeno emergente de nuestra cultura resulta imprescindible para que la sociedad se involucre en un tema que le incumbe en forma absoluta y exclusiva.

Palabras clave: muerte, muerte cerebral, decisiones al final de la vida, abstención y/o retiro de soporte vital, bioética y terapia intensiva

Abstract

Intervened death. From brain death to withholding or withdrawal of life-sustaining treatment. The concept of intervened death accounts for all those situations in which the withholding or withdrawal of life-sustaining treatment constitutes a limit to therapeutic action associated to the occurrence of the traditional cardio-respiratory death. The 1968 Harvard Report advanced a new definition of death through the concept of complete cessation of global brain functions and, more than thirty years later, this process of intervention in its diagnosis may be seen as a continuum link to the need to procure organs for transplant purposes and the need to avoid long agonies in unrecoverable patients. During the last decade, the ethical admissibility of withdrawing ordinary and advanced life-sustaining therapy in cases that do not amount to brain death diagnosis –such as vegetative states and other irreversible clinical situations- and even the advances made for purposes of obtaining organs for transplant purposes in these situations (with the explicit authorization of the donor or his/her representative) allows a joint interpretation of these situations through the acceptance that limits may be established in medical assistance.  Reflection on intervened death as an emerging phenomenon of our culture is mandatory so that society may get involved in an issue of its absolute and exclusive interest.

Key words:death, brain death, decisions at the end of life, withholding or withdrawal of life-sustaining treatment, bioethics and critical care

 

 

Dirección postal: Dr. Carlos R. Gherardi, Av. Fernández 43, 1834 Témperley, Argentina

Fax (54-11) 43920830 e-mail: acgherar@sinectis.com.ar

 

Recibido: 2-XI-2001 Aceptado: 18-XII-2001

 

 

La aplicación del avance tecnocientífico en la práctica de la medicina asistencial de alta complejidad condujo a la primer experiencia de campo en la que se plantea un crucial dilema ético del fin de la vida: establecer y describir la naturaleza del vínculo entre el soporte vital básico y la muerte.

Los hechos que provocaron la publicación del informe Harvard en 19681 surgieron de una cuidadosa observación clínica que registró la necesidad de plantear una conducta especial frente a aquellos pacientes en coma con daño cerebral irreversible y normatizar las condiciones en las cuales debía efectuarse la ablación de órganos del donante para los trasplantes de riñón, corazón, hígado y pulmón que ya habían comenzado a practicarse. El punto central del informe, que enumeró las condiciones del examen clínico-neurológico por las que se afirmaba la condición de irreversibilidad, fue la equiparación de este estado clínico con la muerte, a partir de la cual se tornaba aceptable y lógica la interrupción del soporte mecánico respiratorio. La elaboración de la norma jurídica que proveyó el status legal a esta condición neurológica como sinónimo de muerte y la pormenorización de los exámenes requeridos para tal fin permitieron, con algunas variantes en cada país, disponer del marco adecuado y necesario para su implementación.

No obstante, actualmente y después de tres décadas, no se ha logrado la identificación de la muerte cerebral o encefálica con la muerte misma a pesar de la generalizada aplicación de su normativa en la mayoría de los países del hemisferio occidental y también en muchos otros del resto del mundo.  Esta disociación ideopragmática merece ser explorada a la luz de nuevos acontecimientos que, con relación al tratamiento del paciente crítico y al manejo del soporte vital, han generado argumentos que enriquecen la reflexión para una mejor comprensión de este complejo problema.

Después de más de treinta años ha sido suficientemente probado que la concepción primariamente utilitarista que guió el informe Harvard fue acertada: se redujo la carga asistencial del número de pacientes que con ‘coma irreversible’ permanecían internados y respirados mecánicamente en terapia intensiva, y en quienes era segura su muerte próxima.  Así, la trasplantología se asentó sobre una base cierta que definió las condiciones en las cuales era lícito efectuar la procuración de los órganos para transplante.

También en este mismo tiempo, el acelerado desarrollo del cuidado intensivo del paciente grave y los nuevos procedimientos diagnósticos y terapéuticos, generaron la aparición de nuevos cuadros clínicos asociados a esta nueva medicina crítica como resultado de la aplicación sostenida y prolongada de los métodos de soporte vital ordinarios y avanzados. Entre ellos se destacan, el estado vegetativo persistente, frecuentemente derivado de encefalopatía hipóxica post-reanimación y la disfunción orgánica múltiple con trastornos cognitivos frecuentes, desencadenada por noxas infecciosas o no infecciosas.  Estos cuadros resultan paradigmáticos en este tiempo porque asocian, vinculan y confunden la terminalidad con el carácter presuntamente reversible y transitorio del estado crítico.

La cuidadosa observación de estos hechos permite encontrar, entre el estado de coma irreversible que se define como muerte cerebral en 1968 aconsejando el retiro de la respiración mecánica en estos pacientes            –ahora considerados muertos– y la aceptación progresiva en las últimas dos décadas (en los años 80 y 90) de disponer la abstención y/o el retiro del soporte vital en pacientes con evolución irreversible para permitir su muerte, un punto común a ambas situaciones: existen casos de pacientes críticos en los que se visualiza la necesidad de establecer límites en la asistencia médica.

El tema central presente en ambas circunstancias es que en estos casos la muerte resulta ligada a las decisiones (acciones u omisiones) que se toman en el ámbito asistencial sobre el soporte vital. Estas decisiones constituyen por sí mismas ese límite y marca el comienzo de toda una época de ‘muerte intervenida’ 2 por oposición a la muerte natural hoy casi desconocida y olvidada por inexistente. Es en virtud de ello que dentro de la expresión ‘muerte intervenida’, utilizada primariamente para describir las acciones de abstención y retiro habituales en terapia intensiva, se incluye también a la muerte cerebral, dentro de la que –en la tesis defendida en este trabajo– resulta el hito histórico fundamental.

Así las cosas, si bien el ‘progreso tecnocientífico’ aplicado al fin de la vida reserva para los médicos un rol principal en la praxis de la atención, se requiere la participación activa de todos los actores sociales para la toma de decisión sobre un tema que le concierne exclusiva e integralmente a la sociedad en su conjunto.

Trataremos de explorar desde diversos puntos de vista esta situación que ha creado una importante cantidad de dudas, dilemas y conflictos por el íntimo vínculo entre la directa intervención médica y la muerte.

Descripción y características de los cuadros clínicos involucrados

Muerte cerebral

 En la década del cincuenta un grupo de neurólogos franceses (Mollaret y Goulon) llamaron la atención sobre ciertas situaciones clínicas que evolucionaban con coma muy profundo y aparentemente irreversible que llamaron coma depassé. Se trataba de pacientes asistidos con respi-rador, con respuesta nula a estímulos, pérdida total de reflejos incluidos los troncales (tos, deglución) y falta de actividad electrofisiológica cerebral (ECG plano). En este contexto, en la siguiente década y urgido por el acelerado desarrollo de la trasplantología y el pedido expreso de eminentes médicos del Massachusetts General Hospital, un Comité ad-hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard dirigido por Henry Beecher             –hasta el momento coordinador de un grupo que estudiaba las cuestiones éticas referidas a la experimentación en seres humanos– e integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un historiador y un teólogo aconseja rápidamente en una publicación aparecida en el JAMA el día 5 de Agosto de 1968, una nueva definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral producido1.

Los requerimientos y pruebas diagnósticas que demostraran la detención en las funciones del cerebro fueron establecidos taxativamente en el mismo informe: coma (ausencia completa de conciencia, motilidad y sensibilidad), apnea (ausencia de respiración espontánea), ausencia de reflejos que involucren pares craneanos y tronco cerebral, y trazado electroencefalográfico plano o isoeléctrico. Cumplidas estas condiciones durante un tiempo estipulado, y previo descarte de la existencia de hipotermia o intoxicación por drogas depresoras del sistema nervioso, debía diagnosticarse la muerte, ahora ‘cerebral’, y suspenderse todo método de soporte asistencial, en especial el respiratorio. Esta propuesta sobre muerte cerebral se impuso rápidamente por la clara evidencia de irreversibilidad en aquellos cuadros clínicos en quienes se verifican las condiciones neurológicas allí descriptas y en los que, aún manteniendo las medidas de asistencia respiratoria mecánica y de soporte circulatorio, el paro cardíaco se produciría en pocas horas o días.

El trabajo original de sólo cuatro páginas donde se propuso esta prudente y sabia decisión exhibe dos fundamentos centrales: (i) la carga o el peso (burden) que los pacientes con coma irreversible significan para el propio paciente y/o para otros (familia, hospitales, falta de camas para pacientes recuperables) y (ii) la ‘controversia’ existente por no saber claramente cuándo era razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes1. Simultáneamente en el informe se efectúan dos comentarios centrales: la preocupación de la existencia de una norma legal que, para protección de los médicos, declarara a la persona muerta antes de retirarle el respirador y la explícita mención, apoyada por la única cita bibliográfica del trabajo, de que la Iglesia Católica, a través del Papa Pío XII, ya en 1958 había declarado que la prolongación de la vida por métodos extraordinarios en este tipo de pacientes críticos y la verificación del momento de la muerte eran de incumbencia estrictamente médica.

En años recientes el Subcomité de calidad de la Academia Americana de Neurología3 ha confirmado los conocidos criterios de diagnóstico clínico de la muerte cerebral en presencia de signos de foco neurológico evidente (traumatismo de cráneo, hemorragia subarac-noidea por rotura aneurismática) y otras situaciones derivadas de lesiones encefálicas isquémicas e hipóxicas, con especial recomendación de excluir las causas reversibles (intoxicación, hipotermia, trastornos metabó-licos). Este informe confirma que la muerte cerebral es un diagnóstico clínico, sistematiza el test de apnea que resulta crucial para el diagnóstico, afirma que la evaluación repetida a las seis horas es recomendable aunque dicho lapso es arbitrario y finalmente concluye que los métodos ‘confirmatorios’ son opcionales para aquellos casos de evaluación clínica dudosa (por ejemplo severo trauma facial). Adicionalmente, muchos otros métodos exploratorios del encéfalo como el ecoDoppler transcra-neal, la perfusión cerebral por métodos radioisotópicos, la angiografia, el SPECT y el estudio pormenorizado de potenciales evocados han demostrado utilidad predictiva en la aproximación de la muerte cerebral y no la validez cierta de un método confirmatorio seguro4.

Recientemente, y como un dato más de la vigencia de este debate, se ha planteado una controversia en Gran Bretaña entre los médicos de las unidades de terapia intensiva y los anestesiólogos sobre si debe o no aplicarse anestesia al donante (muerto cerebral) para efectuar la ablación de los órganos5.

Estados vegetativos

Desde 1968 y en las siguientes décadas del setenta y del ochenta se asistió a la aparición cada vez más frecuente de cuadros clínicos intermedios constituidos por un coma inicial resultante de una injuria cerebral con variables grados de lesión del sistema nervioso como en el estado vegetativo persistente (EVP), demencias profundas y otros, en que no se cumplen los criterios aceptados de muerte cerebral (indemnidad del sistema reticular activador del tronco cerebral y de las funciones respiratoria y circulatoria), pero que también tienen daño cerebral irreversible con pérdida absoluta de las funciones corticocerebrales superiores6. Tienen permanentemente abolida la conciencia, la afectividad y la comunicación con conservación de los ciclos sueño-vigilia, y fuertes estímulos puede provocar apertura ocular si los ojos permanecen cerrados y también acelerar la respiración, el pulso y la tensión arterial. Los reflejos y movimientos oculares están conservados y también los reflejos protectores del vómito y de la tos. Estos pacientes pueden tener movimientos espontáneos que incluyen masticación, rechinar dientes y deglutir. También pueden emitir sonidos o gestos que sugieren ira, llanto, queja, gemidos o sonrisas. Su cabeza y ojos pueden inconsistentemente rotar hacia luces o sonidos no verbales. Todas estas actitudes son consideradas como de origen subcortical. En los recién nacidos, la anencefalia es el cuadro homologable al EVP por la carencia de hemisferios cerebrales y la sola presencia del tronco cerebral6, 7.

El estado vegetativo implica la existencia del despertar pero con inexistencia de la percepción de sí mismo y de su entorno.  En el caso particular de EVP el calificativo de persistente corresponde después de un mes de transcurrido el evento cerebral agudo traumático o no traumático pero no implica irreversibilidad. En cambio el calificativo de permanente a este estado vegetativo denota irreversibilidad tres meses después de una injuria no traumática y doce meses después de una injuria traumática. El estado o síndrome apálico es un término arcaico equivalente hoy a estado vegetativo.  Asimismo, se ha aconsejado abandonar los términos de coma vigil, alfa coma e inconciencia permanente7.

El estado mínimamente consciente remplazó recientemente al término estado de mínima respuesta. A pesar de que estos pacientes no son capaces de comunicarse o seguir instrucciones, revelan actitudes que evidencian reconocimiento de sí mismos y de su entorno. Pueden reproducir fijación visual y conductas emocionales y motoras que muestran respuestas gestuales o verbalizaciones inteligibles. Este estado, que puede mejorar o quedar en estado vegetativo, tiene una neuropatología que se desconoce y debe diferenciarse del EVP. El mutismo akinético, aunque muy raro, es una subcategoría del estado mínimamente consciente. Finalmente el síndrome de enclaustramiento (locked in), que evoluciona con cuadriplejía y anartria, también debe diferenciarse del estado vegetativo porque tienen una relativa preservación de la cognición7.

El EVP convertido en permanente puede tener muchos años de evolución hasta que alguna complicación propia del estado vegetativo o la asociación de otra patología lo conduzca a la muerte. Esta situación comenzó a plantear dos circunstancias posibles: la decisión de no tratar alguna de las complicaciones (por ejemplo una infección respiratoria) u otra patología que se asocie (cáncer, abdomen agudo), o directamente suspender la alimentación y la hidratación enteral o parenteral, lo que provoca la muerte por paro cardiocirculatorio en un lapso de 15 o 20 días.  El conflicto moral que se plantea en estos casos se refiere a la calificación de la acción misma y a quién debe tomar la decisión.

Estados clínicos críticos irreversibles y/o irrecuperables.

El estado crítico, que obligatoriamente presupone transitoriedad y reversibilidad, requiere por definición el uso actual real o potencial de procedimientos asistenciales (instrumentales o farmacológicos) llamados de sostén o soporte vital que implican la sustitución o el apoyo de funciones de órganos o sistemas cuya afectación pone en peligro la vida8, 9. En los últimos años el concepto de soporte vital se extendió desde la primaria concepción de incluir sólo a los de gran sofisticación como los respiradores mecánicos, oxigenación extracorpórea o diálisis hacia muchos otros como la terapéutica farmacológica vasopresora, quimioterapia, antibióticos o nutrición e hidratación parenteral que, aunque requieren menor instrumentación, participan del mismo significado intencional de acción terapéutica en el paciente crítico. Considerar como soporte vital también a procedimientos más simples (hidratación y nutrición) pero igualmente artificiales, privilegia con mayor énfasis las características del paciente en quien se aplica y su intencionalidad que a la naturaleza del procedimiento mismo. La obligatoriedad en la administración de hidratación y nutrición, que fuera sostenida reiteradamente por algunos autores, lo ha sido por su gran peso simbólico en nuestra cultura (‘matar de hambre y de sed’), aunque sea ahora muy difícil argumentar una distinción moral válida con otros métodos de sostén vital. No existe hambre ni sed en el estado vegetativo, y el confort debe ser mantenido por una adecuada humidificación de las mucosas que impedirán su laceración e infección8.

La consideración expresa de estos dos elementos paciente en estado crítico y soporte vital es necesario para establecer una clara diferencia en la toma de decisión que ocurre en las salas de terapia intensiva con las que se opera en el resto de las modalidades de atención médica9. Lo frecuente es que deba decidirse sobre la continuidad o la suspensión de algún procedimiento de sostén vital como la asistencia respiratoria mecánica, la resucitación cardiopulmonar o la hidratación y alimentación enteral y/o parenteral cuando el paciente ya está previamente en coma o con una perturbación de la conciencia que no le permite el discernimiento pleno, lo que no impedirá cumplir acabadamente con el principio de respeto o de autonomía que debe ser honrado siempre en todos los casos. La existencia de este conflicto decisional tomó estado público en Estados Unidos como en ningún otro país y es en esa sociedad donde se instaló inicialmente el debate más intenso. La evolución habida en los fallos de la justicia americana en las últimas dos décadas ha permitido observar un desplazamiento de la autorización en el establecimiento de la futilidad de una acción desde el paciente, si éste con anterioridad hubo manifestado su preferencia verbalmente o por escrito (directiva anticipada o living will), hacia sus familiares o representante en caso de no existir ninguna expresión previa del enfermo10.

Las indicaciones de tratamiento o su contraindicación proceden siempre de la iniciativa médica que, aunque contando con todo el respaldo técnico y profesional, constituyen decisiones que no son siempre absolutas ni indiscutibles desde el punto de vista estrictamente científico.  La opinabilidad de muchas de ellas es frecuente y más aún cuando se trata de evaluar la razonabilidad de la aplicación de métodos invasivos de sostén vital. El espacio decisional que queda reservado para el médico, en relación a la importancia de su juicio y no a una concepción paternalista, se ha reconocido desde Tomlinson y Brody11 en relación a la resucitación y luego en los documentos de la Asociación Médica Americana respecto de este mismo tema y en las conductas aconsejadas a los médicos por las Sociedades Americanas de Cuidado Intensivo y de Patología Torácica en cuanto a la no aplicación o retiro de métodos de sostén vital12. También en nuestro país existen pautas y recomendaciones que el Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva ha efectuado sobre la Abstención y/o Retiro de los Métodos de Soporte Vital en el paciente en estado crítico13.

Los cuadros clínicos que se incluyen en este grupo no son los estados vegetativos, algunos de los cuales cumplen los criterios diagnósticos de EVP, sino un conjunto de situaciones que pueden ser agrupados en las siguientes categorías: (i) cuando no existan evidencias de haber obtenido la efectividad buscada (ausencia de respuesta en la sustitución del órgano o la función); (ii) cuando el sufrimiento sea inevitable y desproporcionado al beneficio médico esperado; (iii) cuando se conozca fehacientemente el pensamiento del paciente sobre la eventualidad de una circunstancia como la actual, en el caso de una enfermedad crónica preexistente (informe personal, del médico de cabecera si existiere o del familiar); y (iv) cuando la presencia de irreversibilidad manifiesta del cuadro clínico, por la sucesiva claudicación de órganos vitales (disfunción orgánica múltiple), induzca a estimar que la utilización de más y mayores procedimientos no atenderán a los mejores intereses del paciente.

Visualización de cada grupo clínico a partir de la existencia de un límite en la asistencia médica

Como ya hemos dicho, el hilo conductor que reúne y justifica la consideración de estos grupos como un continuo es la existencia, común a todos ellos, de la presencia real o potencial del establecimiento de un límite en la atención representado por el retiro o eventual no aplicación del soporte vital.

Muerte cerebral

Cuando se propuso una definición de la muerte cerebral ya se vivían los dilemas que la tecnología planteaba a la práctica médica desde la moralidad aunque no existiera formalmente la bioética como la nueva disciplina conte-nedora del estudio de estos conflictos. Así fue que la muerte cerebral se definió por una necesidad fáctica imperiosa surgida desde la práctica de la medicina, que implicó esencialmente la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica (límite) en presencia de determinada situación neurológica y con el debido resguardo legal. Se necesitaron unas pocas semanas para elaborar el informe Harvard de 19681 y muchos años para establecer un marco conceptual.

Desde los trabajos de Bernat y otros autores y el informe de la Comisión Presidencial (1981) se ha aceptado primariamente que la muerte cerebral expresa la pérdida de la función cerebral completa en tanto significa la cesación de la función integradora del organismo como un todo14, 15.  Esta nueva definición cambió el concepto de muerte sustentado hasta entonces que se basaba en la completa interrupción del flujo sanguíneo (paro cardíaco o asistolia) y la cesación consecuente de las funciones vitales (respiración, ruidos cardíacos, pulso, etc.). La necesidad de establecer una definición de la muerte, criterios para expresar la afectación de funciones y los tests para su diagnóstico ordenaron ciertamente todo este problema. Se aceptó desde entonces que el cese del funcionamiento del organismo como un todo comprendería (i) la pérdida permanente del funcionamiento cardiovascular y (ii) la pérdida total y permanente del funcionamiento del encéfalo completo. Este último criterio (whole brain criterion) es el que ha prevalecido en el tema de la muerte cerebral aunque sigue vigente también, a pesar de la objeción de algunos filósofos, el criterio que expresa la pérdida permanente del funcionamiento cardiopulmonar y así fue expresamente reconocido en el Acta sobre la Definición de la Muerte. 

Si bien el análisis profundo de la muerte desde el punto de vista filosófico no es naturalmente materia de análisis de este trabajo, que sólo intenta explorar un ángulo de observación médico del problema, no resulta intuitivamente creíble que se afirme que la muerte cardiopulmonar no es un criterio válido de muerte porque el sistema cardiovascular no constituiría un sistema integrador del organismo como un todo, atendiendo además a la posibilidad de su reemplazo artificial.

Finalmente los tests serían aquellos procedimientos que médicamente estarían disponibles para efectuar el correspondiente diagnóstico, y que con algunas variantes según los diversos países, son hoy usados para la muerte cerebral.  Los tests para definir la existencia de muerte comprenden los exámenes y métodos requeribles por la legislación de cada país para su certificación.  Contrariamente a lo inicialmente esperable, el avance en el conocimiento neurofisiológico no ha permitido encontrar un examen que delimite una frontera nítida entre la vida y la muerte neurológica (funciones corticales y troncales) por lo que los tests diagnósticos de muerte cerebral tienden con el paso de los años a ser más clínicos que instrumentales6.

Asimismo, actualmente no es fácilmente sostenible una justificación biológica plena para argumentar la pérdida irreversible de la función cerebral completa. La actividad eléctrica cerebral se ha encontrado presente en el electroencefalograma en porcentajes que oscilan entre el 15 y el 40% de personas con criterios de muerte cerebral y en algunos países como Gran Bretaña ya no es requerido este estudio para su diagnóstico16. Desde el punto de vista endocrinometabólico se constata indemnidad en la función hipotálamohipofisaria con normalidad en la secreción de las diversas hormonas (vasopresina, PRL, GH, LH y TSH séricas) y respuestas adecuadas del TRH y TSH de la hipófisis anterior a la estimulación hormonal, en un porcentaje que va del  30 al 70% de los casos17. También se ha verificado la existencia de respuesta hemodinámica frente a estímulos externos y la misma incisión quirúrgica para efectuar la ablación promueve un aumento de tensión arterial y taquicardia resultando un dato operativo demostrativo de interacción con el medio exterior.

Recientemente Shewmon publicó una serie de 175 casos con diagnóstico cierto de muerte cerebral que sobrevivieron más de una semana18. En un detallado metaanálisis sobre 56 de ellos, 17 sobrevivieron más de dos meses, 7 más de seis y 4 más de un año; el autor se pregunta si se puede seguir sosteniendo la hipótesis, como base conceptual de la muerte cerebral, de la presunta desintegración del organismo como un todo. Más allá de que esta publicación destruye la presunción habida desde el informe Harvard respecto de la inminente o próxima asistolia de estos casos, resulta razonable pensar –aunque nadie debería obligatoriamente corroborarlo– que la tecnología de la terapia intensiva de hoy, treinta años después, explica verosímilmente el mantenimiento prolongado de la función cardiocirculatoria.  Esta publicación no intenta ni propone un cambio en el diagnóstico de muerte cerebral aunque sí cuestiona el criterio de pérdida de la función cerebral completa como expresión de la pérdida del funcionamiento del organismo como un todo por la carencia de los subsistemas integrados del mismo19.

En esta misma línea de razonamiento se encuentra la observación sobre la conservación intacta de funciones esencialmente homeostáticas como las endocrino-metabólicas, lo que cuestionaría también la definición misma de la muerte. Los datos biológicos acumulados y ya referidos, junto a los hallazgos de A. Shewmon ponen en duda el concepto inicial de pérdida irreversible y completa de la función cerebral, como criterio que fundamenta la nueva definición de muerte y muestra que sólo un número muy crítico de neuronas cesan su actividad19, 20. Esta realidad, enfrentada con el criterio de pérdida completa de la función cerebral, no podría responder la pregunta crucial que se ha efectuado: ¿qué cualidad tan esencial y significativa tiene este número crítico de elementos de una entidad que su pérdida constituye la muerte de toda la entidad ?21.

Nos apresuramos a decir que cuestionar el marco conceptual de la muerte cerebral no significa negar su validez, necesidad y existencia sino comenzar un proceso reflexivo y crítico desde una mirada médica asistencial y pragmática.

Estados vegetativos

Entretanto, aun cuando la muerte cerebral ya era aceptada en forma generalizada en los Estados Unidos, en ese mismo país no era posible acceder a la solicitud de interrupción de la asistencia respiratoria mecánica efectuada por los padres de una paciente en estado vegetativo (es el caso de Karen Quinlan, en 1976). Sin embargo y casi simultáneamente comenzaba el debate social, médico y jurídico sobre la aplicación o suspensión de los métodos de soporte vital al mismo tiempo que se impulsaba, desde diversos foros, el derecho de los pacientes a decidir sobre su destino. Finalmente en la década pasada ya se avanzó sobre el retiro de los métodos de soporte vital en el EVP, cuyos casos paradigmáticos en el mundo han sido la suspensión de la hidratación y nutrición de Nancy Cruzan en 1990 en los Estados Unidos y de Antony Bland en 1994 en Gran Bretaña22.

En el estado vegetativo persistente el problema de su identificación biológica es aún mayor del que existe en la muerte cerebral desde que no existe ninguna prueba, test o número biológico que permita, fuera de las consideraciones evolutivas neurológicas, establecer un diagnóstico de certeza. Los estados vegetativos han sido el paradigma de las situaciones clínicas que han llevado a desarrollar con mucho énfasis el criterio de muerte neocortical (high brain criterion) en los que la lesión neurológica irreversible se asienta en los centros superiores existentes en la corteza cerebral aunque con indemnidad del tronco cerebral lo que preserva las funciones respiratoria y circulatoria. Los argumentos que defienden este criterio ponen todo el énfasis en que la pérdida absoluta de las funciones cognoscitivas superiores (conciencia, comunicación, afectividad, etc.) definiría más absolutamente la naturaleza y condición humanas que la falla neurológica que regula la homeostasis de las funciones vegetativas. Este criterio cerebral superior (high brain criterion) abandona completamente el sentido puramente biológico de la vida y prioriza en cambio los aspectos vinculados a la existencia de la conciencia, afectividad y comunicación como expresión de la identidad de la persona6, 22, 23. Siguiendo esta línea de pensamiento la teoría de la identidad personal de Wikler apunta a defender el high brain criterion considerando asimismo como razones espurias a la justificación biológica, pretendidamente inobjetable, de la muerte cerebral.  Esta teoría argumenta que cuando queda abolida totalmente la conciencia como en el EVP la persona desaparece, quedando en cambio ‘vivo’ el cuerpo biológico que la albergó23.

A pesar de su natural conflictividad el desarrollo filosófico de la diferenciación entre el concepto de persona y organismo también puede enriquecerse a partir del estudio de la ontogénesis del cerebro humano desde el embrión hasta el lactante en donde se establece la existencia de cuatro fases evolutivas secuenciales: organismo, individuo biológico, ser humano y persona24. En el fin de la vida la distinción entre ser humano y persona desde el punto de visto ontogenético ayudará a la comprensión de los fenómenos operados cuando se producen diversas afectaciones del sistema nervioso central24.

La imposibilidad de establecer un test de diagnóstico confiable de EVP (como ha sido posible en la muerte cerebral) ha inducido a algunos autores como Gert a sostener su oposición a considerar al EVP como muerte neocortical argumentando que tal situación exhibiría frente a la sociedad un cuestionamiento en la confiabilidad médica que sería muy inconveniente. Esta imposibilidad diagnóstica ha promovido que algunos autores, como Wikler, aun defendiendo el high brain criterion, apoyara desde la Comisión Presidencial el criterio de muerte actualmente vigente y aceptado desde 1981.

Sin embargo, y más allá de todo este marco de discusión conceptual, en estos cuadros vegetativos hoy ya está presente la posibilidad de establecer el límite en la atención, que en estos estados vegetativos que respiran espontáneamente, está constituido por la suspensión en la alimentación e hidratación enteral y/o paren-teral 6, 12, 13.

Estados clínicos críticos irreversibles y/o irrecuperables

Ya son muchas las publicaciones que han descripto la estrecha relación entre la muerte de los pacientes en las unidades de terapia intensiva y las acciones médicas ejercidas en las horas previas a la misma. El retiro o suspensión de maniobras de soporte vital, que precedieron a la muerte aumentó durante un quinquenio (1988-1993) en el mismo centro asistencial desde el 51 al 90%, y en todos los casos se acordó con la familia esta decisión25, 26. Sin embargo, esta situación, que también ocurre en nuestro país, permanece fuera del debate formal y abierto sólo por razones culturales.

Cuando exista una directiva anticipada (living will o testamento vital), ella debe seguirse fielmente cualesquiera sea la opinión del equipo médico. Si no existiera esta información o algún indicio siquiera, como ocurre muchas veces, la toma de decisión médica deberá guiarse según alguna de estas dos posibilidades: el criterio del juicio sustituto o el de los mejores intereses para el paciente8, 9. El juicio sustituto significaría actuar según los deseos del paciente si se pudiera conocer cual sería la elección del mismo ya sea en una situación determinada (por ejemplo, el mantenimiento del soporte vital en un estado vegetativo persistente) o el uso de maniobras invasivas en la reagudización de una enfermedad preexistente (respiración mecánica en la bronquitis crónica o en una enfermedad neurológica degenerativa). Los mejores intereses para el paciente se refiere en cambio a tener en cuenta lo que se conceptúe que es lo mejor para la evolución del paciente, prescindiendo de sus deseos personales si éstos no existieren.  Cuando se apela a ‘los mejores intereses’, más allá de una evaluación por demás objetiva y técnica, la decisión que se tome estará siempre impregnada por la consideración subjetiva que conlleva el significado del ‘bien’ para cada uno. 

Con ambos criterios sigue siempre vigente el planteo de quién toma realmente la decisión. Siempre se deberá contar con el necesario consenso familiar, y en caso de desacuerdo con el equipo médico la consulta con un comité de ética puede ayudar a resolver el conflicto9, 12, 13.

En estos estados clínicos que, aunque suelen tener trastornos cognoscitivos de diverso grado este hecho no constituye su eje distintivo, el límite de atención generalmente acordado es la abstención o suspensión de la asistencia hemodinámica (infusión de vasopresores) y decisiones sobre la asistencia respiratoria que implican desde la limitación a la no invasividad hasta el retiro progresivo de la respiración mecánica precedida generalmente por una disminución de la ventilación y de las fracciones inspiradas de oxígeno27, 28, 29.

Dilemas actuales en cada grupo clínico

Desde el informe Harvard hasta nuestros días todo este proceso se inicia por la posibilidad de reemplazar con soporte externo la casi totalidad de las funciones vegetativas en pacientes en coma permanente6, 22. Después de la muerte cerebral el avance en la aplicación del sofisticado ‘tronco cerebral artificial’ que ofrece la medicina crítica de hoy permitió la generación de los cuadros vegetativos y otros que por su complejidad nos transportan con facilidad al encarnizamiento terapéutico. En este escenario, el propio reconocimiento médico de la irreversibilidad de ciertos cuadros clínicos y la lucha por el ejercicio de la plena autonomía de la personas y el logro de una muerte digna completan un marco general de análisis en que el establecimiento de un límite cierto en la asistencia médica en ciertas circunstancias resulta el punto fundamental que los relaciona6, 22, 30. En todos los casos este límite implica la producción final de la muerte tradicional expresada por la detención cardiocirculatoria.

Sobre la muerte cerebral

Los temas que todavía hoy son materia de debate en la muerte cerebral no cuestionan su existencia ni su necesidad, sino su interpretación y significado a la luz de los nuevas problemas que se han suscitado, respecto del soporte vital, en los estados vegetativos y en los cuadros irrecuperables. La presentación en sociedad de la muerte cerebral como producto de un descubrimiento por el avance científico no ayudó al conocimiento pleno de la verdad, y la utilización de la palabra ‘muerte’ para calificar la nueva situación no facilitó tampoco el conocimiento total de la situación por parte de la medicina ni de la sociedad y quizá por ello no se obtuvo entonces la plena identificación de la muerte con la muerte cerebral6, 22.

Es importante señalar que a pesar del consenso operativo existente en la mayoría de los países del mundo occidental para los casos de selección del donante de órganos, el acuerdo en proceder a la ablación en las circunstancias actuales no ha implicado la íntima creencia de esta identidad ni siquiera en la mayoría (sólo un 35%) de los integrantes de un equipo de procuración y trasplante31. No obstante, la rápida aceptación de este criterio cerebral para definir la muerte y permitir entonces la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica o el soporte circulatorio se debió justamente a que se proponía una solución para un problema grave y cierto.

En una línea conceptual de pensamiento muy cuestionadora Youngner21 cita el siguiente ejemplo: “Los Nuer, una tribu africana, consideraban a los recién nacidos defectuosos como hipopótamos que eran equivocadamente concebidos por padres humanos quienes entonces los colocaban en el borde del río, para devolverlos a lo que era su hábitat natural”.  Esta anécdota histórica, tomada del libro de Bioética de Beauchamps y Childress (3ra. edición) hace referencia al artilugio conceptual utilizado por esta tribu para obviar la prohibición moral de matar recién nacidos no deseados. La similitud de esta costumbre tribal con la aceptación de declarar como muertos a aquellos pacientes con pérdida de la función cerebral completa, en lugar de plantear la necesidad de la interrupción del soporte vital o la ablación de órganos para permitir la llegada de la muerte, sugiere a Younger el tremendo interrogante sobre si la muerte cerebral no significó una tergiversación conceptual para toda la sociedad21.

Por estas observaciones el debate ha sido amplio en todo el mundo y por ejemplo recién en 1990 Suecia y Dinamarca incorporaron a su legislación el diagnóstico de muerte cerebral, que aún hoy no resulta aceptada en la mayoría de los países islámicos.  Incluso en algunos países, como en Japón, en los que existe una disposición jurídica permisiva y un alto desarrollo tecnológico, no se ha diseñado una política clara de trasplantes por razones de índole moral y cultural. Dinamarca es un país donde actualmente existen dos estándares de muerte: la cerebral para el caso de donantes de órganos y la cardiorrespiratoria tradicional para el resto de las situaciones6, 22. Desde hace algunos años, en los Estados de Nueva Jersey y de Nueva York de los Estados Unidos de América existe una disposición legislativa por la cual las personas tienen derecho a no aceptar el retiro del respirador en caso de muerte cerebral por objeción de conciencia, lo que significa anteponer el ejercicio de la autonomía por encima de una norma (diagnóstico de muerte cerebral) que parece entonces conceptuarse como meramente convencional y hasta de cumplimiento voluntario22.

Singer también ha manifestado la inconveniencia de presentar como una realidad médica lo que en esencia ha sido una opción ética para resolver el problema de la ablación de órganos para los trasplantes y la prolongación de los cuadros neurológicos irreversibles32. También Truog cuestiona muy seriamente el mantenimiento del concepto de muerte cerebral, considerándolo incoherente en la teoría y confuso en la práctica a la luz de los cambios operados en la comprensión de todas estos problemas ya comentados y que permiten encontrar múltiples contradicciones en la definición, en el criterio y en los tests diagnósticos de la muerte33. Recientemente también Shewmon plantea con sus casos de muerte cerebral ‘crónica’ que el concepto de muerte cerebral no es sostenible con el fundamento de aceptar el papel integrador del sistema nervioso central de los diversos sistemas orgánicos por parte del SNC sino que debe pensarse en la muerte como resultado de una construcción social18, 19.

Sobre los estados vegetativos y otros cuadros irrecuperables

La generalizada aceptación actual de la abstención o interrupción de todos los métodos de soporte vital, incluidos la hidratación y nutrición, en el paciente crítico y su directa influencia en la provocación de la muerte, permite ahora preguntarse sobre la posibilidad de autorizar la obtención de órganos en otras situaciones clínicas como el estado vegetativo persistente y la anencefa-    lia32, 33, 34, 35.

La propuesta esencial de Troug de abandonar el concepto de muerte cerebral y permitir la donación de órganos separando este tema de la discusión sobre la dicotomía vida /muerte, sería aplicable al EVP, anencefalia y también en otras situaciones con la expresa obligación de cumplir con el principio de no maleficencia y el consentimiento expreso del donante y/o su representante33. El avance en la discusión de esta cuestión en el caso de anencefálicos llegó al punto de ser aprobado por el Comité de Ética y Asuntos Judiciales de la Asociación Médica Americana en 1995 aunque fuera posteriormente rectificado por el mismo Comité al año siguiente34.

También desde la medicina crítica se debaten hoy las decisiones médicas que se toman en el fin de la vida en relación con los límites impuestos en el soporte vital en la muerte cerebral, los estados vegetativos y las situaciones irrecuperables. Las situaciones intermedias que se viven permanentemente en la clínica requieren un debate abierto que incluya los diferentes contenidos culturales de cada sociedad y ayude a redefinir la muerte como concepto que va mas allá de la función cerebral y del paro cardiocirculatorio36.

Es interesante observar que en los principales estudios prospectivos y retrospectivos que se han publicado sobre la frecuencia de abstención o suspensión de métodos de soporte vital y su relación con la determinación de la muerte, se incluye también la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica en los casos de muerte cerebral, lo que en algún sentido homologa ambas situaciones desde el punto de vista de la práctica médica operacional25, 26.

La vigencia de toda esta problemática se expresa claramente en la propuesta de Havely y Brody37 que propusieron acordar una conducta para cada situación: (a) cuándo se puede suspender el cuidado del paciente, (b) cuándo pueden extraerse los órganos para trasplante y (c) cuándo es posible el entierro del cuerpo.  Para estos autores los médicos debieran estar autorizados a suspender unilateralmente el tratamiento ante la pérdida irreversible de la conciencia –situación discutible porque margina al paciente o a su representante en la determinación de la futilidad de una acción médica– y la ablación podría efectuarse cuando se cumplan los criterios clínicos hoy vigentes de muerte cerebral, aunque también se haya propuesto la posibilidad de efectuarla en situaciones como en la anencefalia35. La tercera situación es la que tiene acuerdo unánime: para enterrar el cuerpo es condición necesaria el paro cardíaco. Como se puede ver, en ningún caso se discute cuándo ocurre la muerte.

Reflexiones desde la concepción de muerte intervenida

En todos los cuadros clínicos en que convencionalmente hemos dividido este trabajo está presente de modo sustantivo la interrupción o no aplicación de un método de soporte vital, lo que en términos de asistencia médica implica el no-tratamiento y consecuentemente el establecimiento de un límite en la atención médica. Otro hecho es común a las tres situaciones: la clara irrever-sibilidad clínica en la evolución de todos los cuadros.

Sin embargo, los objetivos primarios al interponer este límite no fueron exactamente los mismos en los tres grupos.  En efecto, en el caso de la muerte cerebral el propósito inicial fue la normatización de las condiciones del dador en que era posible extraer los órganos para el trasplante –que ya se efectuaban desde hacía varios años– y para ello se propuso, desde la medicina, declarar previamente como muertos a los pacientes según un criterio neurológico. En el caso de los otros dos grupos –estados vegetativos y pacientes irrecuperables– el límite se propone directamente para permitir morir.

Pero, finalmente, el límite propuesto en cada grupo conduce inexorablemente a la detención circulatoria (asistolia) que constituye el sustrato real y cierto de la tradicional muerte cardiorrespiratoria.  Esta esencial participación de la acción médica ejercitando un límite real de la atención médica, a través del soporte vital,  para conducir formalmente a la muerte, define a la ‘muerte intervenida2.

Esta descripción, que se efectúa sin tener en cuenta el marco conceptual de la significación de la muerte según los criterios vigentes para la muerte cerebral y los estados vegetativos, tiene el sentido de no posponer hacia un plano secundario lo que en verdad fue el objetivo central que condujo al informe Harvard: establecer un límite convencional en la asistencia médica que permitiera reglar la procuración de órganos disponiendo finalmente la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica en un determinado cuadro neurológico. Pero este mismo objetivo primario de la muerte cerebral no fue el único porque se dice claramente en el informe que también se buscaba reducir la carga asistencial que implicaba la permanencia prolongada de pacientes irrecuperables.

Y ahora también en los estados vegetativos se propone como alternativa la posibilidad de estudiar la extracción de los órganos para trasplante, circunstancia que tiende un puente de unión en los objetivos de los primeros dos grupos (muerte cerebral y estados vege-tativos).

Es posible interpretar que así como la muerte cerebral fue la respuesta correcta a la situación histórica de la medicina de la década de 1960, corresponde examinar ahora cuál es su sentido en relación con la de este tiempo, más de treinta años después, en que la muerte en el paciente crítico es dependiente de un no-tratamiento que hoy tiende a llamarse ‘límite de esfuerzo terapéu-tico’6.

La legitimación bioética a través del concepto muerte cerebral por la aplicación del criterio de pérdida de función cerebral completa (whole brain criterion) no ha bastado para cerrar y comprender el problema.  Si bien desde el comienzo de esta nueva etapa resultó claro que el tema en cuestión no era simplemente un problema médico y biológico sino que afectaba a toda la sociedad, todavía está pendiente la necesidad de una profunda indagación filosófica, ética, legal y social, a través de un debate abierto y plural38.

En el concepto de muerte intervenida la consideración conjunta de todos estos pacientes resulta explicable cuando se examina la toma de decisión desde una visión pragmática y médico-asistencial que implica no tratar o dejar de tratar para poner un límite en el tratamiento2. Puede parecer riesgoso y aventurado incluir a la muerte cerebral en todo este grupo de pacientes pero en la cuidadosa lectura del informe Harvard se encuentra explícitamente la búsqueda valiente y práctica de ese límite (suspensión de la respiración mecánica) por parte de los miembros del Comité. En los años posteriores todo el debate se centró en la nueva definición de la muerte con todas sus complejas argumentaciones científicas, filosóficas y morales, no debiendo olvidarse sin embargo que el establecimiento de un límite en el soporte vital transformó a la muerte cerebral en el primer eslabón del proceso de lo que hoy llamamos muerte intervenida22. 

Siguiendo un examen minucioso respecto de la calidad de los pacientes (coma irreversible) que tuvo que afrontar el informe Harvard, de la necesidad de la época (obtención de órganos para trasplante y la carga asistencial) y del límite propuesto (interrupción de la respiración mecánica) que se impuso en esos casos, ahora podríamos concluir que los nuevos pacientes son los estadios neurológicos intermedios que no cumplen los requisitos de muerte cerebral (estado vegetativo persistente, anencefalias, pacientes irrecuperables), la nueva necesidad es la lucha por la muerte digna y el reconocimiento pleno del ejercicio del principio de autonomía, sin descartar la obtención de nuevos dadores (por ejemplo en los casos de anencefalia) y los nuevos límites son no sólo el retiro de la respiración mecánica sino también de cualquier otro soporte vital y hasta de la alimentación y la hidratación parenteral22.

Para sostener la apertura de este debate hacia las situaciones que hoy son habituales en medicina crítica es necesario partir del reconocimiento histórico del diagnóstico de muerte cerebral como una convención derivada de la observación clínica, de su frágil y discutible argumentación biológica, de la controversia vigente en la discusión bioética y si todo el debate no queda envuelto únicamente en la compleja metafísica de la muerte.  Si ahora se observa todo este proceso como un continuo, gracias a los hechos operados en estos últimos treinta años, resultará difícil aceptar llanamente que la muerte (la muerte cerebral) existe antes del establecimiento del límite, o si finalmente puede debatirse si la muerte (¿la única?) ocurre en realidad después de establecido el límite22.

Quizá la circunstancia más grave que actualmente ocurre es que este debate que incluye separadamente la consideración de la muerte cerebral y la importancia de la abstención y retiro del soporte vital en la determinación de la muerte no sea suficientemente explicado y conocido por nuestra sociedad que es a quien le compete absoluta y exclusivamente. Es posible que el reconocimiento de esta muerte intervenida, planteada con la amplitud que aquí se propone, contribuya a este complejo y difícil esclarecimiento y que todos los avances y situaciones que el progreso tecnocientífico genera en el manejo clínico del soporte vital facilite la apertura de un debate sin duda más difícil que hace treinta años.

Siempre la medicina, como actividad artesanal destinada al cuidado y eventual curación de las personas, tuvo límites. Pero nunca como ahora se actúa efectivamente en la construcción y delimitación de los mismos.  Hasta que la medicina tuvo la posibilidad del manejo de la función vital el límite provenía de factores externos que llevaban a la muerte sin nuestra intervención. Ahora, la posibilidad de sustituir con medios externos las funciones vitales, su no aplicación o su suspensión por parte del médico interviene en la determinación del tiempo de llegada de la muerte en el marco del permitir morir. El dejar morir y el hacer morir –expresiones que deben abandonarse– demuestran la omnipotencia de pensar que siempre es posible evitar la muerte y de creer que la muerte la evitamos o decidimos nosotros hasta en el momento final porque ahora es posible sustituir in extremis las funciones cardíaca y respiratoria (cuya detención es el sustrato de la muerte) con maniobras de resucitación aun cuando este final sea el resultado esperable de la enfermedad subyacente30.

Así las cosas, esta intervención en la determinación de la muerte debe ser conocida por la sociedad, debe integrar su cultura acerca de la enfermedad y de la muerte y todas las decisiones deben ser compartidas por el paciente, con su decisión previa o actual, por su representante o por la familia. Lo que no debe ocurrir es que toda esta decisión quede en manos de los médicos. La vigencia del principio de autonomía exige este esfuerzo por parte de la sociedad porque el derecho de decidir y de usufructuar del progreso exige también la obligación y el deber de compartir las consecuencias de la decisión.

En nuestro criterio sólo el conocimiento pleno de esta situación por parte de la sociedad permitirá generar el cambio cultural que implica el concepto de muerte intervenida. La restricción de estos hechos al grupo de trabajadores de la salud implicaría no decir la verdad traicionando todo el andamiaje moral de la conducta médica en el fin de la vida. Ni se puede dejar en manos del médico toda la decisión ni los pacientes y su familia pueden ignorar esta situación en que nos ha puesto ‘el progreso’. Los beneficios del indudable progreso tecnocientífico de la medicina de alta complejidad tienen el costo moral de que toda la sociedad comprenda y participe de la responsabilidad que significa intervenir con nuestras acciones y decisiones en la vida y la muerte de las personas.

La abstención y el retiro del soporte vital constituye el escalón más importante que se debe transitar para el logro de una muerte digna, requerimiento surgido frente al uso indiscriminado de acciones superfluas y perjudiciales para el paciente terminal39. Pero en el otro extremo de esta lucha por el ‘derecho a morir’, la ausencia de una profunda reflexión puede transformarse en la ‘obligación de morir’ si este tremendo problema no se enfrenta con racionalidad y conocimiento pleno por todos los actores sociales involucrados, dentro de los cuales los médicos son tan sólo uno.

La participación de la sociedad en este debate es imprescindible porque los problemas que tienen que ver con la vida y con muerte no son simplemente dependientes de un ordenamiento moral, médico ni jurídico sino del derecho a morir y a vivir de cada uno.

Sin duda que resultará complejo instrumentar una extensión de este concepto ampliado de los límites de la atención médica en el paciente crítico hasta el extremo de permitir una ablación en un paciente sin diagnóstico de muerte cerebral y cuestionar asimismo la identificación de la misma con la muerte misma, pero nada será tan imposible como ignorar los acontecimientos que han ocurrido durante estos treinta años22.

Finalmente, en el análisis ético del permitir morir se debe considerar que, más allá de los métodos que deben suspenderse, la toma de decisión sobre la muerte se encuentra en el marco del derecho a morir de cada paciente. El consenso moral, médico y legal que tiende a producirse sobre las decisiones del morir debiera cumplir tres principios fundamentales: el pleno conocimiento de la sociedad sobre la necesidad del establecimiento de un límite convencional en la atención médica en determinadas circunstancias; el respeto por las preferencias del paciente; y que la aplicación de alguna regla no permita arbitrariamente la muerte programada de minusválidos mentales o físicos6.

Resulta todavía utópico o imposible el tiempo en que sea posible encontrar una solución que ponga fin a la incertidumbre que hoy tenemos sobre todos los aspectos que se relacionan con la vida y la muerte.  Sólo el pleno debate nos enriquecerá y ninguna decisión deberá tomarse en cada caso sin el absoluto respeto por el paciente o su representante.  El derecho a morir y el derecho a vivir sólo le pertenecen a cada uno.

Mientras tanto, quizá nadie como Diego Gracia40 ha resumido magistralmente un concepto que compartimos totalmente: ‘La muerte es un hecho cultural, humano. Tanto el criterio de muerte cardiopulmonar como el de muerte cerebral y el de muerte cortical son construcciones culturales, convenciones racionales, pero que no pueden identificarse sin más con el concepto de muerte natural. No hay muerte natural. Toda muerte es cultural. Y los criterios  de muerte también lo son. Es el hombre el que dice qué es la vida y qué es la muerte. Y puede ir cambiando su definición de estos términos con el transcurso del tiempo. Dicho de otro modo: el problema de la muerte es un tema siempre abierto. Es inútil querer cerrarlo de una vez por todas. Lo único que puede exigírsenos es que demos razones de las opciones que aceptemos, que actuemos con suma prudencia. Los criterios de muerte pueden, deben y tienen que ser racionales y prudentes, pero no pueden aspirar nunca a ser ciertos’.

 

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