MEDICINA - Volumen 58 - Nº 3, 1998
MEDICINA (Buenos Aires) 1998; 58:327-328

       
     

       
   
Difícil para médicos

Samuel Finkielman
Instituto de Investigaciones Médicas, Alfredo Lanari, Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires

La medicina cambia y en los últimos veinte años los cambios en las ciencias básicas de la salud y en la forma de asistir pacientes han sido vertiginosos. Al mismo tiempo e insensiblemente, los límites antes claramente definidos entre disciplinas clínicas y prácticas quirúrgicas se han desdibujado. Las enfermedades coronarias son el campo de batalla de los cardiocirujanos, de los hemodinamistas con largos catéteres y de los cardiólogos clínicos; muchas neoplasias ni siquiera requieren evaluación quirúrgica después del diagnóstico por biopsia y quedan dentro del dominio del oncólogo y las vesículas biliares se extraen por laparoscopia. Existe hoy una medicina no invasiva, una semi-invasiva y otra invasiva –no nos referimos sólo a las terapéuticas– y estas prácticas dependen a veces de hábitos adquiridos, circunstancias no médicas o réditos monetarios posibles.
Menos impresionante pero posiblemente tanto o más trascendente que la acumulación de nuevos procedimientos y técnicas de indagación diagnóstica y de prácticas terapéuticas, resulta el cambio sociológico y económico de la salud pública. El sostenimiento de accesos a esquemas de prevención y asistencia actuales ha adquirido tal amplitud –el derecho universal a la salud– y representa tan enorme carga económica, que la inversión y movilización de bienes y servicios relacionados con la salud de un país, una provincia, un municipio o un sindicato o una comunidad local, tiene dimensiones inusitadas, desmedidas, inéditas en la historia de la medicina. Todos los esquemas, no importa su extensión, tienen derecho de supervivencia con la condición de que sean eficientes y justos.
Hubo un tiempo, apenas reciente, en que los protagonistas de la medicina eran el médico y el paciente. Esta relación personal tan particular, tan saludable, ha cedido su lugar, aunque ciertamente sin desaparecer por completo, al protagonismo y la acción casi irreversible de otros agentes más solventes, más dinámicos, y con visión más globalizadora. Por un lado el protagonismo pasó al financiador del sistema de salud que es un agente que entre otras cosas se dedica al sector inmobiliario como es la hotelería sanatorial, a la industria farmacéutica y a la de implementos médico-quirúrgicos y que, finalmente, paga los actos médicos. Este agente puede ser el estado en sus distintos niveles o el seguro de salud, donde tal seguro es contratado por individuos (sanos), por instituciones públicas o privadas como el sistema financiador de jubilaciones, o esta función financiadora puede ser ejercida por un sindicato, cualquier entidad comunitaria o la «pre-paga». Pareciera que el sistema financiero no tuviera límites, pues cuanto más amplio más eficiente sería, y de hecho, sistemas de este tipo cotizan en la bolsa de valores.
Por otra parte otros sistemas financieros se han trasladado a la prestación específica de servicios médicos. Pagan consultorios, unidades de atención e internación, laboratorios clínicos, especialidades y traslados. En el caso de los prestadores la dimensión de los servicios tiene límites de eficiencia y riesgos particulares, lo que no implica que no puedan constituir florecientes empresas. Sin embargo un exceso de ofertas de prestación compitiendo en un pequeño mercado solvente deprime el precio y la calidad de las prestaciones y hace entrar en juego técnicas de comercialización reñidas con la austera tradición del anuncio médico. La proliferación de prestadores y la gran población disponible de profesionales de la salud suele significar simplemente trabajar más y ganar menos.
Los médicos y los pacientes se han transformado en meros apéndices finales –el último eslabón– de una cadena operativa de financiadores y prestadores; es improbable que vuelvan a ser considerados como los actores centrales. Las decisiones y los intereses de los médicos difícilmente puedan conciliarse, como tampoco contraponerse completamente, a los intereses y al poder de los que administran cuantiosas sumas de dinero y emplean una burocracia que debe asegurarles el lucro de las inversiones en salud. Porque para que un sistema de este carácter se sostenga, todo acto médico o toda intervención sanitaria debe dar ganancia (primero para los inversionistas, amén de los que intervienen en el gerenciamiento y la burocracia; también eventualmente para los médicos).
¿Qué queda de la algo lírica relación médico-paciente en nuestros confundidos tiempos? Delante y detrás de convenios económicos entre financistas y prestadores, y fuera de algunos aspectos legales insalvables, debe permanecer, persistir, insistirse y sostenerse la idea del paciente y su médico responsable, sin lirismos inútiles ni especulaciones políticas, pero sin esperanzas de que se produzcan cambios en el marco general que afecta a la medicina en todas partes y que no parece reversible. Y se debe dar un toque de atención para que la medicina por ganancia –cosa que no está del todo mal, sólo que ¿para quién la ganancia?– no implique exclusivamente la ganancia (honesta) de una empresa de financistas, inversores, economistas, gerentes y promotores excluyendo médicos y la atención adecuada. Esto es característicamente una exigencia ética y debiera complementarse con un compromiso médico profesional de no participar en empresas que explotan injustamente el trabajo médico, lo cual no es fácil, porque una mala remuneración es mejor que ninguna.
¿Hay algún lugar en este panorama para el hospital público? Debiéramos comprender que finalmente la atención médica la paga la gente y que hay quién no puede pagar. Este parece un argumento casi irrefutable en favor del hospital público si nos atenemos al derecho a la salud pero hay otros argumentos además del humanitario: epidemiológicos, de educación médica y de política sanitaria. Y hay infinidad de actos médicos que no dan ganancia. El hospital público debiera proveer los adecuados niveles de complejidad y no explotar el trabajo gratuito de los médicos, hecho que parecería menos grave en estos casos porque no se trata de medicina por ganancia.
En resumen, la medicina de hoy está sometida a un régimen de comercialización cuadrangular con un financiador en un vértice que asocia potenciales pacientes y contrata prestadores y en otro vértice, el prestador, que emplea médicos; pacientes y médicos, los vértices básicos tradicionales de una profesión liberal, se encuentran en alguna parte. Claro, hay variantes...
La pregunta acerca de si la opinión no experta de los médicos tiene algún papel en la organización de la atención y la práctica asistencial, fuera del juicio sobre la calidad, es difícil de responder y las respuestas serían, en todo caso, equívocas. Se trata en el fondo de un problema de costo-beneficio. La otra pregunta que cabe es por qué los costos argentinos son tan altos cuando se los compara con los de otros países del primer mundo que enfrentan problemas similares. Una organización médica compleja, desordenada, desigual y cara, y no siempre eficiente y justa, presenta una cuestión difícil para el médico asistencial. Planteo casi tan difícil como para el legislador que intente promover la racionalidad, la eficiencia y la justicia en la práctica de la medicina.
Un atisbo de solución podría encararse orientando a los financiadores oficiales de salud –la Nación, las provincias y municipios y el sistema de reparto jubilatorio– fijándoles reglas claras que eviten y supriman la intermediación superflua, que siempre es onerosa y desvía recursos, como sucede con ciertos organismos casi fantasmas que contratan centralmente geriátricos, servicios de diálisis o cualquier otro servicio. De esta manera los prestadores serían contratados directamente por los financiadores oficiales respetando los derechos elementales de pacientes y médicos, con beneficio para la atención en todos los niveles y afianzamiento de instituciones asistenciales establecidas y eficientes, como hospitales públicos y comunitarios, incluido el hospital universitario. Finalmente, la promoción del hospital público produciría mejores servicios médicos, facilitación del acceso a la atención, ganancia para la gente, ganancia para el país. Es posible que esta propuesta vaya en contra de la actual tendencia global a la «desburocratización» del sistema de atención pública y del fomento de los grandes negocios médicos.